..."Pero lo importante no es la caída. Es el aterrizaje."
Título: El odio
Título original: La Haine
País: Francia
Año: 1995
Duración: 96'
Director: Mathieu Kassovitz
Intérpretes: Mathieu Kassovitz (Vinz), Hubert Koundé (Hubert), Saïd Taghmaoui (Saïd), Abdel Ahmed Ghili (Abdel)
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En una columna reciente, Juan Luis Font, el director de la revista Contrapoder, primero tildaba a nuestras élites económicas de inmaduras, miopes, egoístas y mercantilistas (que en el lenguaje libertario significa, aproximadamente, corruptas, traficantes de intereses y parasitarias del Estado), y después, les pedía que se modernicen y promuevan un acuerdo nacional para darle estabilidad a sus intereses y a los de las mayorías. La propuesta, de buena voluntad, suena ingenua o desesperada, porque como el propio Font reconoce esas élites económicas o han salido victoriosas de sus pleitos con los políticos o simplemente han gozado de su sumisión. Es decir, que a fin de cuentas son ellas las que han ejercido el mayor poder para moldear el sistema político, económico y legal en décadas recientes y han vetado cada reforma que no le convenía a sus intereses. ¿Qué traería de nuevo un pacto de élites en un país en el que casi sin pausa las élites han gobernado y han pactado? ¿Tienen las élites aún esa sensación de “Por ahora todo va bien”? Sí y no, a juzgar por cómo actúan sus cúpulas públicas. Es evidente por la forma en que se están pertrechando que en los últimos lustros han visto amenazada su paz, su comodidad y el futuro de su riqueza –o más bien de su dominio. El narco, los políticos, los nuevos ricos, el interior, la justicia, les han ido comiendo espacios. Pero más allá de nuevas lógicas de beneficencia acuñadas en la responsabilidad social empresarial, no es en absoluto obvio que sus conductas y objetivos hayan cambiado. Basta ver el pleito con los cooperativistas por la Junta Monetaria, la presión a la Corte de Constitucionalidad por el juicio por genocidio y a los tribunales de apelaciones por asuntos de tierras, las reuniones con el Gobierno para generar estrategias de gobernabilidad, los movimientos subrepticios con respecto al caso Pavón, las propuestas de inversión y empleo (Félix Alvarado nos recuerda lo que descubre Piketty: que la inversión extranjera lejos de reducir la brecha entre ricos y pobres, tiende a ampliarla), y la influencia (y por lo tanto la responsabilidad) que tiene en las decisiones del Estado. Lo dice Fitch, la agencia calificadora de riesgo: “Reconocemos que en el caso de Guatemala, la influencia del sector privado en la toma de decisiones públicas es muy importante.”
En resumen, parece que pedirle a una cúpula económica que represente el interés de las mayorías (cuando la cúpula sigue teniendo un gran peso en el Estado y está acostumbrada a favorecerse a sí misma) no es una solicitud, es un salto al vacío. Y se salta con la esperanza de que allá al fondo, muy abajo, haya una malla de protección. Pero allá al fondo, muy abajo, nunca la ha habido. Es una cosa rara, también, solventar el elitismo con más elitismo. Y en realidad, como escribe Rosa Tock, constituye una apuesta arriesgada: “los problemas que siguen agobiando al país son en primera instancia de naturaleza política.” La revolución no vendrá desde arriba.
¿Y la clase media? La clase media, al menos la capitalina, parece debatirse divida, no sabemos en qué proporción, entre un desganado “Hasta ahora todo va bien” y un “Hasta ahora todo iba bien” sin mucha fuerza. De dónde sale esa sensación no está claro. La inversión real per cápita del Estado en educación se ha mantenido más o menos estable en los últimos veinte años mientras los colegios privados se vuelven más caros, los seguros médicos se vuelven más caros y la vida más, incierta. No queda ni siquiera el consuelo de que trabajar más nos hará libres, como sugiere Font, porque el empleo ya no es lo que era, y los asalariados guatemaltecos que se desloman de sol a sol (compare sus horarios y vacaciones con las de Francia, por ejemplo) tienen un poder adquisitivo menor que a principios de siglo, como demuestran las cuentas nacionales. Caminamos, con suerte, en el filo de la navaja, y una enfermedad, un accidente o un despido nos manda directos (ríase) a la pobreza. O si no, vivimos de prestado, prologando con créditos kafkianos, sanguinarios, la duración del salto al vacío. Algunos comienzan a cobrar una conciencia que ella no veía desde hacía mucho, dice la escritoria Ana María Rodas. (Ya el suelo se siente cerca.) Pero aún parecen pocos. La clase media, a un centímetro del abismo y sin la habilidad del equilibrista, apenas se mueve para alejarse; apenas algunos se mueven.
Y no sería mala señal que esos que lo hacen confluyeran con aquellos que desde hace mucho saben que pocas cosas iban bien: la gente que hoy se reúne en movimientos sociales, en organizaciones con base popular. Tras años de trabajo tenaz e invisible, muchos de esos grupos aparentan hoy haber superado su fase de creación. Desde el noroccidente han logrado ramificarse por varios departamentos o detonar un activismo semejante en otras áreas del país. Llevan, por así decirlo, más avanzada la tarea. Aunque, en algunos casos y ocasiones, aún deban afinar sus métodos, su discurso es cada vez más político, sofisticado y certero. Su presencia pública nacional, aún incipiente, cada vez más notoria y afilada. Y la combinación de sus movimientos cada vez más articulada. Ahí están por ejemplo sus paros, sus marchas, sus manifestaciones, que antes pasaban ampliamente desapercibidas. Ahí están sus manifiestos. Ahí están, como estuvieron en el aniversario de La Puya, sus demostraciones no tanto de apoyo mutuo como de discurso y objetivos estratégicos compartidos. La Puya: esa resistencia que aclaró que la lucha por el territorio ya no se puede descartar, como se descartaba, como un mero interés de meros indígenas.
Hace unos días Dina Fernández escribió, un poco con sorpresa, que el centro neurálgico de la política del país ya no está en la capital. Cabe matizarlo. El Ejecutivo aún reproduce lógicas centralistas pero el Congreso hace tiempo que dejó de ser coto capitalino. Lo relativamente nuevo no es la fuerza de los representantes distritales (cuyas conductas son lo suficientemente contradictorias para no describirlas en una línea), sino el incipiente vigor de los representados: los reclamos directos y radicales de los ciudadanos de a pie. Y esos ya no quieren un pacto de élites.
Es difícil saber si esto trastocará las reglas pronto o tarde. Si esos movimientos se confundirán o se vendrán abajo. Es difícil vislumbrar adónde conducen. Pero una cosa parece clara: si en el futuro se agazapa algún cambio benéfico importante, parece más probable que emerja desde abajo a que se derrame, como nunca se ha derramado la riqueza, desde arriba.