En los archivos de la oficina, los casos nuevos aguardaban a que empezáramos a leerlos. El plan de acción comenzó averiguando el lugar exacto donde estaban las víctimas. Eran niños que habían sido dados en adopción y cuyos procesos habían sido denunciados por irregularidades en su trámite. La mayoría de ellos estaba todavía en Guatemala, esperando una familia. Desastre.
El mayor número se encontraba en los hogares solidarios. La última vez que supe de un hogar estatal, fue cuando la Fiscalía donde laboraba, investigó a dos funcionarios que habían abusado sexualmente de dos adolescentes con medida de abrigo. Ambas niñas habían ingresado por una violación y se encontraron con lo mismo. Terrible. Así que no tenía una buena impresión del sitio.
Salimos de la oficina, rumbo al Hogar. Eran las nueve de la mañana cuando el auto emergió del parqueo del sótano del edificio. Tomamos rumbo hacia el Hogar Virgen de la Esperanza, al sureste de la ciudad. No sabía qué esperar esta vez.
Uno de los fiscales que trabaja conmigo tuvo la idea: buscar a los niños involucrados en las denuncias que investigamos de adopciones irregulares. Su propósito me pareció afortunado: darle un rostro a los casos que tiene a su cargo y no mirar una torre de papel que crece cada día. Todos aplaudimos la idea y nos unimos a la visita.
Abandonamos la ciudad, rumbo a Pinula. Hicimos una parada para comprar dulces, en parte, para hacer menos invasiva nuestra visita. El supermercado estaba lleno de gente haciendo ya compras navideñas. Metimos los dulces en cajas y retomamos el camino.
Subimos la montaña. En el camino, quedaban atrás los enormes condominios de calles anchas y arboladas, junto a mansiones que parecen salidas de esas burbujas de cristal que uno agita para crear tormentas de nieve sobre ellas. Hacía un hermoso sol. El viento fresco entraba al auto por el espacio de una ventanilla a medio abrir. Música del recuerdo en la radio.
Llegamos pronto a la salida de la vía principal que nos llevaría a San José Pinula, un pueblo pequeño en las cercanías de la ciudad. El sector contiene todas las contradicciones del mundo: la cabecera municipal es relativamente precaria en comparación con la invasión de mansiones en sus cercanías. Apenas el comercio empieza a aparecer, las calles angostas y un tanto descuidadas al polvo, rodeadas de montañas plagadas de bosques de coníferas y niebla.
En ese pueblo aparentemente pacífico, hay noticias de una vida contraria: asesinaron a dos candidatos a alcalde en las últimas elecciones. Así que nada de calma. Pero la verdadera contradicción geográfica, es que en el mismo sector conviven: la cárcel principal donde guardan condenas secuestradores, asesinos y violadores, el centro de reintegración de adolecentes en conflicto con la ley penal y claro, el Hogar Virgen de la Esperanza, a donde nos dirigíamos. A toda costa evité pensar en las similitudes entre los tres sitios.
Atravesamos el pueblo y llegamos a una carretera angosta, llena de curvas atravesando montañas de pasto verde y árboles enormes. Al final del camino, había una encrucijada: uno de las vías llevaba al hogar de reinserción y la otra al de protección. La nuestra era una vereda un tanto más oscura, pero que terminaba en la cima de una montaña con un bosque inmenso y una construcción moderna que no esperaba encontrar.
Detuvimos el auto frente a un enorme portón azul. Afuera de una garita estaba una señora cargando a un niño cubierto por un poncho rosa. Un policía uniformado salió a recibirnos. Nos identificamos. Siempre me provoca cierta pena hacerlo, porque el personal administrativo al saber dónde laboro, siente que estoy ahí para cuestionar. Y no, esta vez no. Quería saber, al igual que mis colegas, cómo estaban los niños, oír sus voces y grabarme su imagen para añadirla mentalmente, al expediente que llevo bajo mi cargo en la Fiscalía.
El policía llamó por radio hablando en clave. Por supuesto que después de diez años, el lenguaje policial no me es ajeno. Traducido al español coloquial, les avisó a los otros de nuestra llegada y les pidió que estuvieran alerta. El portón se abrió.
Una calle de concreto, arbolada, nos esperaba. Aparcamos el auto. Frente a las oficinas estaban parqueados unos carritos de los que usan los golfistas. Supuse que eran de la administración. Al bajar del vehículo pude ver que los dulces no alcanzarían. Había muchísimos niños.
El sitio no era como imaginaba: ya no eran casas derruidas, caos y suciedad. Era un complejo grande, con mucho color y vida. Entramos al edificio donde funciona la dirección. Algunos niños con capacidades especiales se acercaron a saludarnos. Abrazaron a uno de mis compañeros, a modo de decir hola.
Esperamos un breve instante y el director del sitio llegó a recibirnos. Me disculpé por llegar sin aviso. Él lo entendió. También le expliqué el motivo de la visita: conocer a nuestras víctimas y pareció simpatizar con la idea. De inmediato nos dio un tour por todo el hogar.
El sitio está dividido en varias secciones de acuerdo a la edad de la población que la habita. La primera sección que visitamos fue la de los niños recién nacidos. Eran salas cuna como casas, decoradas con motivos infantiles. Todo lucía absolutamente limpio. El personal preparaba la comida para todos. En las cunas estaban varios bebés. Cada uno con una historia terrible. A uno, el más sonriente de todos, con apenas un año, su madre esquizofrénica le pegaba constantemente. Por eso llegó ahí. A otra, la abandonaron en una caja en la calle. Otro lo abandonaron por tener un enorme hematoma en el ojo. Y así, las historias de cada cuna.
Te acercabas y sonreían. Que sí: la historia de cada uno era terrible. Pero el hogar hace su mayor esfuerzo por hacerlos sentir mejor. El director tomó en brazos a uno de los bebés. No se miraba forzado. Yo lo imité. Hice memoria de cuando mi hijo estaba recién nacido. Me miraba fijamente y sonreía cuando le hablaba. La humanidad es imbatible. Estos niños han tenido el peor de los comienzos y aún así, luchan por vivir. Yo tenía entre mis brazos a la más vulnerable muestra de ello. Un verdadero símbolo de resistencia y ternura.
Los dejamos seguir con su día. Me habían ablandado. Seguimos conociendo las otras secciones del hogar. Todas iban por lo mismo: bastante limpias, bien decoradas, funcionales. El personal parecía bastante cuidadoso. Los niños saludaban con mucho cariño. Les hace falta afecto, me dijo el director y aquí tratamos de suplirlo. Los niños salían a saludarlo felices.
Las áreas jardinizadas estaban llenas de niños brincando y jugando. La mayoría sonreía. Algunos se detenían a saludarnos. Conocimos los talleres donde los adolescentes aprendían oficios. Empezaban a hornear el pan. Se sentía el olor. También hacían chocolates. Nos enseñaron el teatro, donde presentaban las obras, los cuartos de madres adolescentes. La más chica tenía trece años, la encontramos con un crío en brazos y la inocencia estallándole en el rostro.
Una chica nos seguía. Decía: llevame a tu casa, llevame a tu casa. Sonreía. Padecía alguna enfermedad. Había entrado porque una red de prostitución la había comprado. No imagino cómo fue. Me niego a pensar en ello. Es demasiado.
Terminamos el recorrido. Conocimos más adolescentes. Entre ellos, estaba el campeón centroamericano de los cien metros planos de las olimpíadas especiales. Llevaba unos tenis nuevos, naranjas. Me contó que iría a Panamá a participar de otro evento deportivo. Le deseé suerte. Sus tutoras eran amables. Hablaban de la fiesta navideña que se haría en la noche. Sonreían.
Por último, nos llevaron a una parte del jardín. Ahí estaban nuestros niños, los de los casos. El promedio de edad era de cuatro años. Sus cortes de pelo uniformes. Sus ojos grandes. La personalidad de cada uno empezando a marcarse. Los más tímidos, los más despiertos. Se tomaban de la mano. Sus manos pequeñas. Esas manos que a pesar de tener el mundo en contra son capaces de la caricia. Les hablamos poco. No quisimos perturbarlos.
Yo estaba seguro que esa imagen no la olvidaría. Y así fue. Tengo presente cada detalle de los niños. En mi mesa están sus vidas. Vaya responsabilidad. Esto es un simple trabajo, me repito todos los días. Pero el trabajo me convence de lo contrario. Ya no miro una fila de expedientes nuevos: miro los ojos de los niños mirándome, esperando, resistiendo.
Salimos de ahí. El camino de vuelta a la oficina fue lento, silencioso. La música de la radio evitó que habláramos de más. Todos acordamos que había sido lo mejor ir. Era verdad. Es solo que cuatro días después todavía no encuentro todas las piezas en que me desarmé el viernes, mientras los niños me miran y se toman de la mano.
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