Me iniciaron en el aprendizaje de la doctrina cristiana católica a los siete años de edad. Cuando hice mi primera comunión no tenía la menor idea de qué estaba haciendo. Minutos más tarde, ni siquiera horas después, fui confirmado y menos comprendí la palmada que en una de mis mejillas descargó el obispo, y él, sin saberlo, también descargó en mí una fuerte dosis de curiosidad.
No pasó mucho tiempo para que yo satisficiera mi deseo de saber acerca de la Iglesia. Seis años después comenzamos a conocer, en familia, los documentos del Concilio Vaticano II, y siendo ya adolescente, tuve la oportunidad de vivir el drástico cambio que se dio en la Iglesia católica. La primera transformación que vivencié (y sufrí porque vaya que sí me encantaban los latinazos) fue la sustitución del latín por el idioma español. Luego vino la inclusión de cantos litúrgicos con un mensaje actualizado y acorde a las circunstancias que se vivían en América Latina. Y así, de entonar el Himno Ambrosiano con su estrofa inicial: «Per síngulos dies benedicimus te…» como canto de despedida al terminar las misas dominicales, pasamos a cantar Los segadores con sus conocidos estribillos que iniciaban así: «Ya, ya, ya, ya vienen los segadores, ya, ya, ya, ya madura la cosecha».
De ese nuevo influjo aprendí que ser profeta no era adivinar el futuro sino ejercer el derecho y la capacidad de denunciar todo aquello que se opone al verdadero reino de Dios y anunciar que ese reino empieza aquí, ahora y es para todos, no solo para un selecto y culto grupo de personas. Asimismo, aprendí que esa voz —la voz del profeta— era tan incómoda como peligrosa.
Ni qué decir, esos nuevos aires sufrieron muchos acosos, Ad intra y Ad extra de la Iglesia. Pero esas investigaciones/persecuciones chocaron frontalmente con la rampante realidad histórica latinoamericana. No de balde explicitó Monseñor Pedro Casaldáliga: «Y, desde luego, pienso yo, la mejor manera de comprender y de asumir los famosos 500 años —de “descubrimiento” que no lo fue y de “evangelización” que muchas veces dejó de serlo— será oír y seguir a los testigos de vista y de vida, y sobre todo a los testigos de muerte. Delante de la sangre incontestable de un mártir se caen por sí solas las leyendas»[1].
Argumentaba Casaldáliga acerca de los profetas (algunos mártires) de la primera hora del Evangelio en América Central.
Me di cuenta entonces que esas voces siempre habían estado presentes en la Iglesia. No era algo nuevo ni devenido del Concilio Vaticano II, aunque sí, el concilio renovó el aire y oxigenó a la Iglesia principalmente intra muros. Afuera, el pueblo de Dios, siempre estuvo en la ruta correcta.
En mi artículo anterior argüí acerca de una de esas voces[2]. Se trata de Antonio de Valdivieso, el Tercer Obispo de Nicaragua que denunciaba la injusticia de los jueces (particularmente los despropósitos de los magistrados de la Audiencia Real de los Confines), el papeleo que retardaba la administración de la justicia, la corrupción, la imposición del terror para lograr el despojo de la tierra (ya Las Casas había logrado la abolición de la esclavitud y la encomienda), la tortura como método y los asesinatos perpetrados por quienes se sabían inmunes. Era una voz consecuente con la verdad evangélica en medio de aquella compleja realidad política centroamericana.
Cinco siglos después esa compleja realidad no solo parece tener una siniestra continuidad sino un terrible recrudecimiento agravado por la ausencia de las voces proféticas que incomodan al status quo. Ya lo decía Casaldáliga en la obra citada: «Eclesiásticamente hablando, las grandes figuras heroicas de los obispos evangelizadores —Enrique Dussel ha hecho hincapié en destacar su número y su calidad significativos— no nos pueden hacer olvidar a los obispos mediocres o cómplices que han regentado nuestras Iglesias latinoamericanas, ni nos dispensan, a los obispos de hoy, del remordimiento y de la conversión por nuestras posibles mediocridades o por nuestras complicidades quizás frecuentes»[3].
Así pues, clérigos y laicos (por muy mensajeros de paz, teólogos o pastoralistas que seamos), no estamos dispensados de la dimensión profética que exige una auténtica evangelización. De lo contrario, seguiremos siendo la «mala nueva» de la «Buena Nueva» pervertida que denunciaron muchos teólogos postconciliares[4].
[1] Casaldáliga, Pedro (2000). Antonio de Valdivieso. Un obispo dominico en la Nicaragua del siglo XVI, protomártir de América. Nicaragua: Dossier Cidal (10). P. 7.
[4] Casaldáliga, Pedro. Op. Cit. P. 9.
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