Hace unos días la encontré en el elevador y me sorprendió verla con los hombros encorvados y los ojos hinchados de tanto llorar. Le pregunté si algo le sucedía y lo que recibí fue un llanto de media hora, mientras yo buscaba las palabras adecuadas que lograran calmarla. Lágrimas y mocos le escurrían por la cara. Me contó que había terminado con su novio, ruptura que, según ella, le había tomado por sorpresa, a pesar de haber visto todas las señales que indicaban que la relación terminaría siendo un fracaso.
Mientras tanto Julio, el joven que vende bananos y mandarinas en un semáforo de la zona diez, me recibe con una sonrisa. He pensado mil veces en regalarle una gorra, pero nunca lo hago. “Hoy estoy feliz —me dice—, usted es mi tercera venta del día.”
Es tan relativa la felicidad. Hablar de ella es fácil, siempre nombrándola como aquel destino al que se llega con la ayuda de un GPS. Sin embargo, todo el mundo se queja: del jefe despiadado, de la falta de sexo, de la esposa controladora, del dinero escaso, de los moto-ladrones, de las diez libras de sobrepeso, del gobierno de corruptos, de los niños que lloran, del ronquido de la pareja, del matrimonio como prisión, de la ex mujer que chinga, del impertinente del vecino, de la celulitis en las piernas, del tráfico de los viernes.
¿Qué sé yo de la felicidad? Tal vez nada, aunque sé que en momentos lo he sido. Sí, tan solo en momentos. Viene y se va, como las intrigas en una novela mexicana. Luego aparece lo cotidiano, lo aburrido y regreso a vivir los días en una rutina de tareas. De nuevo vuelvo a poner mil excusas para aplazar la felicidad.
Ella, de la que tanto hablo y tanto busco, implica un esfuerzo diario y por eso creo que la pospongo con facilidad. Es mucho más sencillo pasar toda una vida escudándose con el miedo, justificando los fracasos, lamentando el pasado y lamiéndose las heridas. Ojalá viniéramos con un instructivo. Pero como no, toca hacer el trabajo de reencontrarse con uno mismo; de desnudarse frente al espejo y permanecer en silencio sin juzgarse; de aprender y reconocer el momento en que hay que soltar; de amar y dejarse amar; de llorar y reír en el duelo; de cerrar un círculo para dibujar otro nuevo; de compartir con alegría sin cobrarlo después; de aceptar los fracasos, como se aceptan los éxitos.
Pienso en la vecina y en Julio, opuestos en circunstancias, pero tan similares en la mirada y la manera en que sonríen. Cada uno lleva el peso de su historia amarrada a la espalda. Pero, al parecer, algo hacen bien y algo fluye en ellos desde dentro para sorprender a los que están afuera.
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