Ya no había un proyecto comunista con capacidades industriales para rivalizar contra el Occidente a manera de modelo de desarrollo. El comunismo caribeño no era (ni es aún) un modelo industrial, y la China comunista no llegaba a sus tasas de crecimiento actual. Pasaría un poco más de una década desde la caída de la URSS para que la nueva federación rusa comenzara a cobrar importancia. Con el paso del tiempo veríamos el retorno de Rusia ya no montada sobre un modelo productivo de centralización planificada, pero evolucionando como actor de mayor consideración en el sistema internacional.
Los estudiosos de las relaciones internacionales argumentan que el intento de un país por conquistar la hegemonía mundial (convertirse en el centro de poder militar, político, económico y cultural) conlleva el conflicto inevitable. La paz —como concepto real— se mantiene si los países que concentran mayores capacidades generan un equilibrio entre ellos y reparten el poder. Es decir, si delimitan claramente sus zonas de influencia.
Vistas así las cosas, la geopolítica mundial pinta —muy artesanalmente— el siguiente escenario. Estados Unidos mantiene una hegemonía hemisférica en América Latina como si esta fuera su patio trasero. Indicadores de ello son el número de bases militares estadounidenses en la región y la influencia de su cooperación, sobre todo en materia de seguridad. En Europa Occidental, Estados Unidos debe aceptar el rol que juega Alemania. En Asia no tiene la influencia que quisiera, y China sigue encaminándose de nuevo a ser el actor regional. Incluso, China es el país a través del cual Estados Unidos tiene acceso a Corea del Norte. En el África negra es Francia el país que sigue haciendo de ese territorio su patio trasero. En la región de los países denominados los istanes (Afganistán, Kazajistán, Kirguistán, Pakistán, Tayikistán, Turkmenistán y Uzbekistán) tenemos el patio trasero de los rusos. Algunos de estos países contienen increíbles reservas de gas, razón por la cual los rusos desean mantener influencia. En Europa del Este, Estados Unidos intenta consolidar alguna influencia por medio de la OTAN a pesar de que la Rusia soviética no existe más. Y los rusos ven esto como una intromisión en su zona natural de influencia. En Oriente Medio, Estados Unidos intenta mantener su influencia manteniendo bases militares en Jordania y en Arabia Saudita. Y no digamos el rol que juega Israel cómo un pivote estadounidense (38 000 millones de dólares en ayuda militar estadounidense compran esa posibilidad).
Sin embargo, el actual conflicto en Siria ha permitido que los rusos hagan uso del mismo juego histórico que han llevado a cabo los estadounidenses. Tomaron partido en un conflicto que consideraban fuera de control e instalaron infraestructura militar en Siria con la justificación de que dejarán allí una base militar. Nada distinto de lo que Estados Unidos ha hecho.
Lo grave es la escalada del discurso entre Rusia y Estados Unidos, considerando que ambas naciones tienen armas nucleares. Pareciera, como lo apuntan diversos internacionalistas, que la estructura de la guerra fría sigue montada (solo que ahora ambas naciones tienen estructuras capitalistas). La bipolaridad flexible se corrobora ahora con una aparente guerra fría 2.0. Putin ha declarado que no volverá a cruzar palabra con Estados Unidos hasta luego de la elección presidencial en ese país.
Precisamente en ese marco es donde resulta obligado plantear la contienda presidencial en Estados Unidos. ¿Qué candidato tiene la capacidad para desescalar este conflicto? Nótese que la respuesta requiere comprender que el próximo presidente estadounidense solamente puede hacer dos cosas: o dar continuidad a la política exterior de smartpower articulada por el realista cooperador de Barack Obama o, caso opuesto, ser más radical. Me explico. La administración Obama hace lo que quiere donde quiere: donde se siente limitada utiliza mecanismos de cooperación y donde puede reparte plomo. Si esta no es la opción, el próximo presidente de Estados Unidos retornará a los esquemas más conservadores republicanos, según los cuales el uso de la fuerza es la regla bajo la doctrina de la amenaza existencial. No hay una tercera opción. No habrá un presidente estadounidense que voluntariamente retire a Estados Unidos de las zonas —o sea, todas— donde su influencia es pronunciada o determinante. Ese sueño chairo es masturbación mental.
En ese contexto cuesta comprender que la elección en Estados Unidos vaya a definirse por un tema de género. Cuesta creer que los grandes medios de prensa de la costa este han otorgado el famoso endorsement a una candidata que resulta ser más conservadora en política exterior que el mismo Barack Obama. El Partido Demócrata y su actual candidata no son una articulación de izquierdas que promueva un Estados Unidos mucho más educado en política exterior. Más bien es todo lo contrario cuando recordamos que HRC, en su historial, es culpable de apoyar el cambio de régimen en Libia y de profundizar los mecanismos de militarización en la Iniciativa Mérida. Que ella simplemente abrace y bese niños mexicanos vestidos de mariachi es algo intrascendente.
He de agregar que Donald Trump es un candidato impresentable pero impredecible por lo vago de su discurso en política exterior.
Así las cosas, esta elección nos ofrece el siguiente menú: un racista, misógino y depredador sexual y una warhawk (halcón de guerra) que juega con el discurso políticamente correcto cuando le conviene. No es una elección entre el menor de dos males. Es una elección entre dos males radicales. Es decir, un fuckfest total.
La cuestión de fondo es la hipocresía en la izquierda estadounidense —y mundial— al considerar que HRC es menos peligrosa que Trump en relación con la paz mundial.
Ese detalle no se puede obviar.
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