El viaje de Ana

Este gesto de fe, de esperanza, o de la necesidad de aferrarnos a algo o alguien, me recuerda a mi mejor amigo. Cada vez  que escucha sobre una enfermedad, robo, asesinato o accidente, cierra los ojos y se persigna repetidamente, como si tuviera un tic nervioso. Su fervor se hace evidente y en esos segundos, aunque no lo admita, reza por el bienestar de toda su familia, novia, y su gente querida (su perro incluido).

¿Y cómo no aferrarnos a algo? Hace unos días, un medio de comunicación escrito dio a conocer que desde enero hasta agosto de este año se han registrado 4,112 muertes violentas.  Matemáticamente lo podemos resumir de la siguiente manera: 514 muertes por mes y 17 muertes diarias. Éstas son cifras bastante altas durante el periodo de un gobierno que ofreció en campaña, como carnada para ser electo, paz, seguridad y justicia. 

Podría limitarme, de manera fría, a analizar los datos y evaluar las estadísticas de violencia y compararlas con las cifras de los gobiernos anteriores. La conclusión sería siempre la misma. A veces más por mes a veces menos por semana, los cadáveres siguen apilándose en la morgue.   Más allá de los números, lo importante es meditar sobre el impacto, el vacío, y las secuelas que cada muerte deja en cada núcleo familiar y (aunque nos neguemos aceptarlo) el  tejido social guatemalteco.

Hoy, 17 familias recibirán la noticia que un ser querido ha perdido la vida.  Cada uno de ellos con nombre y apellido. Dentro de cada ataúd será enterrada una promesa que nunca será cumplida, un padre que no verá crecer a sus hijos, un cuaderno con una tarea que nunca será entregada, una sonrisa congelada dentro de una fotografía, su olor en esa blusa, la silla vacía en la cena de Navidad, la chamusca de futbol con un jugador menos, un beso pendiente. Las posibilidades infinitas de una vida, y lo que queda después de una muerte trágica: esa tristeza inconsolable, los recuerdos, y las preguntas sin respuesta.  

Algunas de las victimas serán parte del noticiero de la noche. El resto pasará al listado oficial de tragedias diarias.  Una bala perdida, un ajuste de cuentas, venganza entre pandilleros, o una riña doméstica serán móviles suficientes para justificar cada una de estas muertes.  Muy pocos tendrán la capacidad de reclamar justicia, porque aquéllos que se atrevan a buscarla por la vía legal se encontrarán con la desidia e ineficiencia del sistema legal.

Ana nunca habló de justicia. Fue empleada doméstica desde los 16 años, y madre antes de cumplir 14. Quedó embarazada después de ser violada. No sabía leer ni escribir. Amaba cocinar, y su comida sabía cómo si hubiera estudiado en las mejores escuelas culinarias. Durante 13 años vivió rodeada de ollas, sartenes, carnes, verduras y especias. Un sábado por la tarde salió de casa. Junto con su amiga abordaron un bus. Minutos más tarde el bus fue asaltado y en la confusión del incidente cayó del bus en marcha. Otro carro la atropelló cuando ella se desplomó sobre el asfalto. Varios días más tarde su madre y su hijo la esperaban en su pueblo. Recibieron un ataúd. El cuerpo de Ana y su hijo no-nacido adentro. Ana era dos años mayor que yo, y fue en enterrada en San Marcos.

Nuestros derechos fundamentales como seres humanos son arrebatados con la muerte de cada ciudadano.  Estamos sumergidos en una sociedad donde vivir es un privilegio, la seguridad es un lujo, la libertad es un sueño y justicia es para pocos.  Vivimos rodeados de tristeza, tragedia y dolor, pero lo más triste y trágico es que poco a poco nos vamos acostumbrando. Cada vez nos duele menos.        

Entonces, ¿cómo no persignarnos de la forma que lo hace mi amigo?  ¿Qué otra opción tenemos?