Ese es el caso de un trío de pioneros que a finales de los años 80 y principios de los 90 dieron los pasos iniciales para una proeza. No siempre fueron unánimes en sus discusiones, pero todo el tiempo tuvieron claro cuál era el objetivo. Con tesón y energía, a los pocos años de iniciado el esfuerzo, Eduardo Arathoon Pérez, Rubén Mayorga Sagastume y Carlos Mejía Villatoro dieron vida al primer proceso organizado para enfrentar el VIH en Guatemala.
De la mano de estos profesionales de la medicina interna y de la especialidad de la infectología nacieron tanto el primer laboratorio especializado como las clínicas de atención hospitalaria. La necedad humana de Eduardo (Guayo) y de Carlos permitió que finalmente, y tras muchas batallas contra la burocracia, hubiera un espacio físico para las clínicas especializadas en los dos hospitales nacionales, el San Juan de Dios y el Roosevelt. Junto con ellos, un grupo de especialistas en enfermería y en análisis químico biológico inició la atención de las poblaciones desatendidas en materia de VIH.
Ante la falta de recursos nacionales gestionaban apoyos de distinta naturaleza en el exterior. Vivieron años de frustraciones por la incomprensión y la burocracia. Muchos más por la corrupción y la incapacidad. Pese a ello, gracias a esa tesonera labor desde el ámbito ciudadano y al amparo de esos primeros funcionarios de salud apegados a su labor, Guatemala empezó a destacar en el manejo de la epidemia. Con el tiempo, con su conocimiento e incluso con sus recursos, esas clínicas lograron consolidarse a pesar de las objeciones y la oposición de la eterna burocracia, insensible a la necesidad humana.
Hoy Guatemala tiene un vacío gigante. Carlos Mejía Villatoro, uno de los tres pioneros en el análisis y la atención del VIH, ha muerto. Una bala asesina encontró y cortó de tajo la vida de un hombre que la dedicó a su familia y a su pasión: la procura de salud como un derecho de las personas. Quienes lo conocieron saben que en Carlos se reunían el conocimiento, la experiencia, la energía y la sencillez como un mosaico de vida. Por eso duele tanto y a tantas personas su muerte en la vorágine de la violencia que destruye la poca cauda de humanidad que aún le queda a Guatemala.
A lo largo de su carrera, especialmente en la conducción de la unidad de medicina interna y del comité de enfermedades nosocomiales en el Roosevelt, pero en especial en la ahora llamada Asociación de Salud Integral, Carlos Mejía enfrentó a las autoridades. No siempre hubo desde las alturas de la dirección en el sistema de salud el conocimiento y reconocimiento de las necesidades planteadas para la atención de las personas con VIH.
De esa manera, no hay duda de que tuvo diferencias con las autoridades actuales. Preocupado por mejorar esos servicios, Carlos Mejía siempre se expresaría de frente, sin encubrir sus críticas y reclamos. Es lo correcto, es lo normal, y las autoridades habrán de atenderlas como corresponda. Sin embargo, pretender utilizar esas diferencias sin decir claramente, pero dejando insinuado, que están relacionadas con su muerte es mucho más que una bajeza. Es una perversa y egoísta utilización de su muerte y del dolor por esta para llevar adhesiones a un propósito perverso.
A las autoridades de salud toca atender los requerimientos planteados por el personal de la Asociación de Salud Integral. A las autoridades de justicia, identificar a los responsables de su muerte y ofrecerles justicia a él, a su familia y a la sociedad. Su vida, dedicada a cuidar vidas, no puede ser cortada impunemente ni utilizada para fines aviesos. Carlos Mejía Villatoro merece nuestro respeto. Es lo menos que le debemos.
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