Viré y puse la radio. La avenida era una mancha gris obscuro que apenas tomaba color con los faroles de mi auto. Cuanto más me acercaba a la Fiscalía, más parecía que rondaba una ciudad sitiada.
Cuando llegué, repetí la escena de mi salida: saludé al guardia, que abrazaba una Uzi como se toma una almohada para dormir. Estacioné el auto. Hice una llamada y me senté a esperar en el sitio donde se hacen las denuncias.
Es un salón enorme, con una fila interminable de sillas, bañada con luz blanca. En ellas, la gente suele esperar para contar su tragedia. Si algo hay cierto, es que la gente que conozco en el trabajo sufre.
Digamos que un fiscal es el extremo opuesto de un pastelero. La gente acude a una pastelería sólo cuando decide celebrar un evento feliz; en cambio, va a la fiscalía cuando atraviesa una tragedia, por pequeña que sea, terrible al fin. El trabajo de un fiscal es resolverlas y tomar un poco de ellas para sí, a menos que sea un insensible, un casi robot.
Para mí la Fiscalía, en términos ideales, debiese ser un templo de pacificadores. Los conflictos más hondos deberían resolverse bajo su gestión, buscando el imperio de la Justicia. Que no es otra cosa que darle una oportunidad a la humanidad. Y ahí estaban las tragedias de esa noche: una mujer con los ojos morados por los golpes, un hombre con el brazo vendado y una señora llorando, mientras abrazaba una bolsa plástica de supermercado, llena de papeles doblados.
Si de día, las cosas se ponen densas, de noche se ponen aún peor. La gente que tiene que salir en medio de la madrugada a contar una pena es porque está afligida. Así que el turno de la noche para recibir denuncias debe ser lo más parecido a una sala de emergencias.
Esa noche no era la excepción. Tenía sueño. Eran las dos con quince de la mañana. Tuve suerte. No esperé mucho tiempo. El médico forense que había llamado, finalmente salió de la clínica, con el equipo en mano, listo para acompañarme en mi visita al hospital.
El doctor me siguió hasta el auto y salimos del edificio. Lo conocía de años atrás. Era un buen médico, callado, preciso. Se colocó el bolso sobre las piernas y empezó a sacar algunas formas que tenía que llenar durante la visita.
Empezamos a hablar de nuestros casos. Bajó la ventanilla unos centímetros y dejó que el viento de la madrugada corriera dentro.
“No sabe qué turno el que he tenido”, dijo. “Tuve una escena terrible. Un muerto. Estaba en su apartamento en un sexto nivel. El lugar estaba asqueroso, latas de comida, basura, periódicos tirados por doquier. Una pocilga. Al final del apartamento había una terraza y en medio de la terraza estaba un depósito de agua. El hombre murió porque era demasiado gordo y se quedó trabado, mientras sacaba agua de ahí. Tuvimos que sacarlo entre tres policías y yo”
El semáforo dio rojo. No quise asomar la nariz del vehículo por la avenida. Pensaba en la escena. El doctor parecía afectado. Pero luego se recompuso y habló de otra cosa. Yo fingí buscar algo en la radio. Entonces llegamos al hospital.
Bajamos del auto y llegamos a la emergencia de Pediatría. Estábamos ahí por una víctima de abusos sexuales. Un niño de cuatro años.
El doctor empezó a caminar delante de mí, porque conocía mejor el hospital. Un pasillo con luz blanca nos empezó a tragar, hasta llegar a una puerta en un extremo, si es que había un final y aquello no era un laberinto; una espiral que descendía hasta llegar a lo más hondo y bajo de una humanidad cada vez más podrida; como el tipo que acababa de ver el doctor, que ahora empezaba a hablar con la familia del niño, mientras él me miraba, sedado, cayendo dormido, cubierto con la sábana de una camilla de hospital.
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