1976 - The Piano Has Been Drinking by Tom Waits on Grooveshark
En las últimas semanas, el Gobierno y algunos columnistas manifestaron alborotadamente su deseo de “prohibir” o intervenir una red social, Secret, cuyo rasgo distintivo es que permite a sus usuarios expresarse mediante el anonimato.
Afortunadamente esos deseos prohibicionistas, enarbolados en nombre del derecho a la intimidad y a la buena reputación, no tardaron en corregirse y pedir simplemente que en caso de delito, un juez tenga derecho a solicitar información sobre la persona que lo cometió. La Procuraduría General de la Nación, además, anunció que presentará una iniciativa de Ley de delitos informáticos y pedirá a un juez de Niñez que bloquee la descarga de Secret.
¿Tiene todo esto algún sentido? A simple vista parece que sí, pero en realidad probablemente no mucho, ni en lo técnico ni en lo legal. Y desde el punto de vista de los principios y la defensa de derechos subraya una tensión difícil de resolver en abstracto.
Por ejemplo, ¿puede el Gobierno o cualquier institución que no sea la propia Secret rastrear quién dijo qué? ¿Pueden hackearla? El consenso técnico, hasta ahora, es que es extraordinariamente complicado, si no imposible.
¿Puede el Congreso legislar en su contra? Puede, pero sería casi absurdo. En primer lugar, las leyes guatemaltecas no afectan a Secret, dado que la empresa no está en el país. Y en el caso improbable de que existieran aquí servidores y centros de datos de Google y Apple, las empresas que distribuyen la aplicación, no tendrían más que trasladarlos a otro lugar. En ese caso, la responsabilidad de bloquear la descarga recaería en proveedoras de internet como, por ejemplo, TIGO, Claro o Telefónica. Pero ese tipo de bloqueo es tan rudimentario que es fácil de burlar, por ejemplo mediante proxys. Así que la medida, de tan impotente, caería en el ridículo. No es mediante la imposición como el Gobierno podría lograr sus intereses, ni legislando cara a la tribuna.
Y aquí entra el debate esencial, en cuyo centro no está Secret (una aplicación más o menos banal en la que principalmente se comparten secretitos propios irrelevantes y se ventilan frustraciones; y que tiene sus propias herramientas, tan efectivas o inefectivas como los de la no anónima Facebook, para evitar los atentados contra la intimidad, la reputación y el buen gusto. Pero que también sirve para proteger a quienes hacen denuncias públicas).
En el centro están el anonimato en internet, la tensión que suele haber entre los derechos a la intimidad y al buen nombre, y los derechos a informar y a ser informados y la posibilidad de fiscalizar a los gobiernos sin miedo a represalias. (Nótese, por cierto, que el anonimato puede usarse tanto para vulnerar como para proteger la intimidad).
Aunque asoma ahora en Guatemala, este no es un debate nuevo. El caso más cercano se derivó de la voluntad de la Agencia de Seguridad Nacional estadounidense (NSA), de Reino Unido, de Rusia o de China por vulnerar TOR, un navegador anónimo diseñado por el Laboratorio de Investigación Naval de EE.UU que resulta crucial para el trabajo de muchos periodistas, disidentes políticos, activistas de los derechos humanos y empresas que buscan impedir el espionaje industrial en todo el mundo, desde China a Norteamérica, pasando por Rusia, o África. La justificación de los servicios de inteligencia siempre ha sido, como ahora, que en ese anonimato se escudan también todo tipo de criminales. Pero los casos de Edward Snowden y Wikileaks, que en general hemos seguido con horror (por la persecución) y agradecimiento (por las revelaciones), dan una idea no sólo de que vivimos en una época de securitización y control extremos, sino de que los objetivos de la vigilancia estatal en las redes van bastante más allá.
De que son pura hipocresía.
Aun así, la intimidad y la reputación de las personas son nociones que hay defender con firmeza y más creatividad en la calle, en los medios y en las redes, y Secret también debería protegerlas con más denuedo. Está obligada. Así lo dictan sus propias reglas.
Pero esta es una época en que los partidos, las empresas y por encima de todos el Gobierno contratan servicios de desinformación para desviar las conversaciones en los medios informativos o en las redes sociales. Esta es en una época en la que el IGSS se propone monitorear a los medios, y los ataques del Ejecutivo contra periodistas y defensores de derechos humanos han arreciado justo cuando anuncian un programa para protegerlos. Es este un tiempo en que Ricardo Méndez Ruiz demanda penalmente a Gustavo Berganza haciendo caso omiso de los tribunales de imprenta, y lo mismo sucede con Cementos Progreso y Francisca Gómez Grijalva. Este es un momento en que un envalentonado partido Lider presenta una iniciativa para proscribir toda crítica a las empresas, toda queja, bajo el nombre de terrorismo industrial y la amenaza de años de cárcel.
Esta es una coyuntura, en definitiva, en que parecen alinearse contra la libertad de expresión e información los intereses de importantes políticos y empresarios y sectores militares.
Una estación de vigilancia y de castigo.
En ella está cada vez más asediado el derecho a criticar, a manifestarse, a organizarse contra las decisiones que vulneran el bien común.
¿Cómo le afectaría que se prohibiera la posibilidad de hacerle frente a la elite extractiva, de mostrar sus trucos, sus trampas? ¿Qué se impidiera exponer los abusos del poder? ¿Cómo que ni los periódicos no pudieran hablar o tuvieran aún más difícil investigar la corrupción que expropia medicina a los enfermos, grano al campesino, comida al hambriento, carreteras a quienes se trasladan, la corrupción que a todos roba seguridad, educación, vida, confianza, ánimo?
Parece urgente entonces, que todos nos aferremos al derecho a informar y a ser informados, y al anonimato virtual como una de las últimas protecciones que le quedan, y no veamos el intento de demolerlo como una amenaza aislada. Su desaparición pondría en riesgo no solo a las compañías que transmiten información confidencial a través de internet, sino también a los disidentes políticos, a los periodistas, a los defensores de derechos humanos y a los activistas que utilizan las redes anónimas para coordinarse, investigar, denunciar y proteger el bien común. Mientras que la desaparición del anonimato afectaría más bien poco a quienes chismean, como en Secret, o cometen crímenes en las redes.
Pero entonces la vicepresidenta sale y dice
(la vicepresidenta que en tiempo de Serrano Elías ejerció como censora)
(la vicepresidenta que a principios de año presentó cargos penales contra José Rubén Zamora, presidente de ElPeriódico, y anteayer evidenció, en uno de sus atentados más graves contra la libertad de prensa, que espía al medio)
la vicepresidenta de esta época ominosa sale y dice:
que hay que prohibir, que hay controlar lo que se puede decir y lo que se debe callar en internet,
como afirmando:
“El peligro verdadero son ustedes, no nosotros”
y a nuestros oídos lo que llega es la voz aguardentosa de Tom Waits:
“El piano ha estado bebiendo; no yo, no yo.” (The piano has been drinkin' -not me, not me-)
Y no: ni el piano está bien bolo, ni el verdadero peligro somos nosotros.
El bolo es el pianista, y el mayor peligro, señora vicepresidenta, son ustedes.