No son esclavos, ni títeres, ni monigotes. Son libres y sólo le rinden homenaje al tiempo haciendo aquello que les apasiona. Así es Juan Pablo Canale.
Me encuentro sentada en su estudio, por segunda vez. Entre tanta obra, busco aquella pintura, la del mercado. Aún recuerdo la primera vez que la vi. Canastos de mimbre, publicidad de telefonías, verduras y frutas, comerciantes, cáscaras de banano en el suelo, un pastel de crema batida, mujeres y uno que otro ser fantástico. Pronto dejé d...
No son esclavos, ni títeres, ni monigotes. Son libres y sólo le rinden homenaje al tiempo haciendo aquello que les apasiona. Así es Juan Pablo Canale.
Me encuentro sentada en su estudio, por segunda vez. Entre tanta obra, busco aquella pintura, la del mercado. Aún recuerdo la primera vez que la vi. Canastos de mimbre, publicidad de telefonías, verduras y frutas, comerciantes, cáscaras de banano en el suelo, un pastel de crema batida, mujeres y uno que otro ser fantástico. Pronto dejé de apreciar las imágenes. Pude escucharlo, olerlo y sentirlo. Regresé a la infancia, a aquellos domingos cuando mis papás nos obligaban a caminar por los mercados. Mi hermano, el pequeño, sostenía mi mano. Pero la obra ya no está y el espacio que ocupaba ha quedado vacío. La imagino ahora, dándole vida a alguna pared, en algún lugar del mundo.
Mi mirada divaga y Juan Pablo permanece sentado. Jeans rasgados, camisa cuadriculada y pelo alborotado. Por momentos, mientras habla, un mechón rubio con unas cuantas canas se tumba sobre su cara. Parece no estorbarle. Un perro, de pelo amarillo alambrado y con ojos curiosos, exige su atención. No puedo evitar notar la similitud entre ambos y sonrío.
Prende un cigarrillo y cuando inhala parece regresar a su infancia. Sus ojos permanecen abiertos, mientras se reencuentra con ese niño tímido y sensible que sostenía un lápiz para trazar el camino de su libertad. Con fluidez —y casi con inercia— dibujaba desde la figura humana hasta elementos surrealistas. Fue así como encontró, desde pequeño, la posibilidad de hacer valer su imaginación, de reconocerse, pero también de escaparse de todo aquello que esta sociedad exigía de él.
Conforme creció, arropó a ese niño con un traje elegante, un puesto ejecutivo y una vida trivial. Por años le pareció ser suficiente, hasta que el peso de negarse a sí mismo permeó sus días con soledad, miedo y frustración. Es así como se inclina a dejar atrás lo aprendido y a darle paso a lo más profundo de su ser. Un viaje a Italia y renunciar a aquello que «debía ser», marcó el inicio de su reencuentro, esta vez acompañado de un lienzo y un pincel.
Años después nos encontramos aquí, rodeados de pinturas que transcriben el lenguaje de su imaginación, de su esencia y de la armonía de ese encuentro entre hombre y niño. Aunque conozco poco de él, me parece que se ha adueñado de una sensibilidad que lo distingue. Que también es valiente, porque muy pocos se atreven a colgar el traje elegante, a renunciar a lo establecido, a quitarse la máscara, a vivir con su esencia.
No cabe duda de que cuando me encuentro frente a una de las obras de Juan Pablo Canale, algo despierta desde lo profundo de mi imaginación: historias, colores, crudeza, sonidos y aromas. Me atrapan por la historia que cuentan, por la tierra que representan, porque me cuestionan y porque, por momentos, sin quererlo, creo parecerme un poco a ellas, o ellas a mí.
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