La primera, dada la acumulación de evidencia de actos de corrupción de su equipo, se ha expresado ya en el hashtag #RenunciaYa. Otros incluyen, dentro de la misma propuesta, posponer las elecciones por un tiempo, al menos unos cuatro meses más, para tratar de poner la casa en orden. Esta propuesta, aunque atractiva, me genera muchas dudas. Si el actual vicepresidente asume como presidente, ¿ha demostrado él capacidad de liderazgo para implementar las reformas? Miremos su rol a la fecha como vicepresidente. ¿Será que la idea es depender de un nuevo vicepresidente más dinámico? ¿Será que los diputados van a elegir a alguien con la voluntad y la capacidad para realizar las reformas? ¿Por qué lo harían cuando ellos se benefician del sistema actual y les interesa que continúe para el siguiente período de gobierno? Supongamos que un buen candidato resulta electo (supongamos también que vale la pena convencerlo de que participe en elecciones), ¿qué puede hacer realmente durante ese período de tiempo? ¿Tendrá la experiencia y el conocimiento para tomar buenas decisiones o se le pasará todo el tiempo aprendiendo cómo funcionan el Ejecutivo y el Legislativo? Más allá del desempeño, me queda otra preocupación: ¿será que la renuncia del presidente dará por terminado el malestar ciudadano y desarticulará el sentimiento de frustración con el sistema político? ¿Sería, en dicho caso, el movimiento ciudadano víctima de su propia victoria —pírrica—?
La segunda forma de comprender la situación de Pérez Molina parte de reconocer que hoy por hoy él es un presidente sin poder. ¿Quién quiere hacerle caso a un presidente en una decisión temerosa cuando sabe que potencialmente estará enfrentando cargos ante los tribunales? ¿Quién va a salir a defender una posición controversial del presidente? Hoy él está en una posición tal que cuenta con mucho menos poder que la reina de Inglaterra o que el emperador japonés, quienes no toman ninguna decisión relevante, sino que simplemente son el símbolo de la unidad de la nación. El general no tiene quien le siga. El general se ha quedado solo en su oficina.
Esta situación, la de un presidente sin poder, en condiciones normales generaría un vacío de poder. Sin embargo, dada la coyuntura del país, este ha sido parcialmente llenado por la agenda de la Cicig y de la embajada estadounidense. Por ello es posible guiar el proceso, de una u otra manera, reconociendo la realidad política de que estamos ante una versión light de una intervención extranjera de facto. Ante dicho escenario, es necesario tener claro cuáles son los intereses de las partes y qué cosas no son negociables. Es claro el interés de Estados Unidos por definir la política antinarcóticos en el territorio guatemalteco. De ahí el comentario del comisionado Daniel Haering sobre el tema, de que a Estados Unidos le interesa adoptar el rol de padrastro de dicha política. Además, a los estadounidenses les interesa mejorar las condiciones del país para minimizar las migraciones ilegales a Estados Unidos. Frente a estos intereses, es claro que, en el primer punto, en Guatemala no estamos interesados en volvernos otro México acumulando muertos en la lucha contra las drogas. Respecto al segundo punto, nos interesa un trato humano a nuestros compatriotas migrantes y hay un claro interés por generar oportunidades concretas de desarrollo económico en el país. Para lograr resultados, sin embargo, necesitamos hacer el esfuerzo adicional de clarificar qué queremos y qué podemos lograr durante esta etapa de transición.
Yo considero que un presidente sin poder puede terminar siendo, en este momento de transición, una figura útil. ¿Por qué? Porque, en cuanto arrinconado contra las cuerdas, el presidente puede estar dispuesto a sacrificar a otros actores para salvar su pellejo, actores que juegan un rol más destacado que el del presidente en afectar los resultados del día a día del funcionamiento del Gobierno, actores que están enquistados en este y que no cambian tras cada elección. Dos estructuras deben ser sujetos de la lupa de la Cicig y empezar a concentrar el enojo de la clase media guatemalteca: aquellos sindicatos y contratistas que estén vinculados a actos de corrupción y relacionados con el Ministerio de Educación y el Ministerio de Salud. Allí hay suficiente podredumbre que atacar. No debemos quedarnos satisfechos solo con el proceso judicial de los implicados en corrupción. También debemos considerar eliminar, vía legislación, el derecho de negociación colectiva en la prestación de servicios esenciales, algo que sí permite la OIT, para evitar caer en estos juegos de chantaje en servicios vitales para la población guatemalteca. En la misma medida, en el proceso judicial debe promoverse la aplicación de la extinción de dominio a los sindicalistas, a los empresarios y a los testaferros de ambos que hayan estado involucrados en actos de corrupción en temas de salud y educación. Allí hay suficientes beneficios para empezar a cambiar Guatemala.
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