Mientras en otros países, incluso latinoamericanos, se está legislando a favor de los derechos reproductivos de las mujeres, Alito y la corte conservadora de John Roberts están a punto de darle el tiro de gracia a una protección constitucional que ha impedido por casi medio siglo que cada estado decida por cuenta propia y desigual cómo legislar sobre el acceso al aborto y otras decisiones médicas que debieran reposar exclusivamente en las afectadas, es decir, en las mujeres.
Lo que causa estupefacción, aparte de que dicho documento fuera filtrado desde la Corte Suprema, son los argumentos anacrónicos, históricamente falsos y fundamentalistas sobre los cuales Alito basa su borrador para privar a las mujeres del derecho al aborto sobre el supuesto de que dicha práctica, aparte de que no aparece en la constitución original – ¿y cómo? si ninguna mujer figuraba en la fundación de la nación–, ha sido tradicionalmente considerada un crimen.
En realidad, estudios respaldados por las dos principales asociaciones de historiadores estadounidenses y citados por la columnista Jennifer Schuessler de The New York Times, demuestran que la ley común antes del siglo XX no catalogaba el concepto de «aborto» ni lo criminalizaba, como aduce Alito. Tampoco se consideraba ilegal que las mujeres decidieran interrumpir el embarazo antes de sentir algún movimiento en su vientre pues confiaban en su propia experiencia y conocimiento. Lo que las historiadoras demuestran es que se empezó a regularizar y penalizar el aborto a partir de la segunda década del siglo XIX como respuesta al incremento de muertes de mujeres que practicaban el aborto de manera insegura. Las regulaciones se emitieron para proteger a las mujeres de drogas peligrosas, más que para restringir el aborto.
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Lo que sí sigue siendo una tendencia histórica y patriarcal en Estados Unidos –y en el mundo entero–, es el querer controlar las decisiones de las mujeres y estipular sobre su fertilidad ante cambios demográficos. De tal forma que si los impulsos se han centrado ora en estimular el nacimiento de más niños blancos ante el aumento de niños de color y por ende criminalizando el aborto, ora en reducir el nacimiento de niños negros e indígenas por medio de la esterilización forzada, el propósito principal pareciera ser la supervivencia de un modelo económico basado en su fuerza productiva y la mujer al centro de la reproducción de la futura mano de obra. Porque los deseos aparentemente genuinos de los conservadores de proteger a los nonatos se caen ante la difícil realidad de tratar de ser madre en Estados Unidos. Este país tiene la tasa de mortalidad materna más alta entre los 10 países más desarrollados (17 muertes maternas por 100,000 nacidos vivos), siendo ésta tres veces mayor para las mujeres negras.
Y si a la agenda conservadora le agregamos sus continuos esfuerzos por restringir la migración, a pesar de que innumerables estudios han indicado que los nacimientos naturales en este país no van a bastar para mantener la competitividad económica por lo que se necesita de inmigrantes para llenar el excedente de trabajos, el plan «próvida» de la extrema derecha reflejado en la actual Corte, cobra quizás relevancia.
Pareciera que la agenda conservadora se centra en un doble frente: frenar la inmigración de gente de color, mientras fuerzan y aseguran que todas las mujeres, incluidas las mujeres blancas, tengan que seguir reproduciéndose para asegurar la futura fuerza laboral «made in the U.S.A.» Por ahora, las fuerzas nativistas no pueden controlar el rostro multirracial que cobra este país, pero en su diseño, pueden al menos controlar que éste sea exclusivamente estadounidense.
Ante esta dañina involución fundamentalista de los derechos civiles y de las mujeres con serias repercusiones para otras garantías constitucionales, ¿qué viene después? ¿El burka?
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