Una competición que desde 1979 cobró fama por su trayecto desde París hasta la capital de Senegal, Dakar; y por los obstáculos y riesgos que afrontan sus participantes al emprender el recorrido.
Frany Arredondo era un niño y ya soñaba con correrla. Sin embargo, no fue hasta mucho tiempo después, a sus 26 años, que por primera vez participó en un Rally Dakar. El 1 de enero de 2004, en Claremont-Ferrand, ciudad de Francia, él esperaba su turno para recibir la señal con la que daría inicio una travesía de once mil kilómetros, dividida en 17 etapas, atravesando siete países.
Sobre su moto, una KTM 660, Frany se abrió paso para cruzar el norte de África, recorrer el Sahara Occidental, hasta llegar a Mauritania. Para el noveno día, el cansancio ya se hacía presente en mente y cuerpo. Setecientos kilómetros recorridos el día anterior y la colisión contra una piedra, le ocasionaron mayores obstáculos para continuar en el camino. Se encontró con otros dos pilotos, que también corrían con la misma suerte y, al entrar la madrugada, decidieron detenerse.
Permanecieron los tres juntos. El tiempo avanzaba a paso lento. El agua y los alimentos eran escasos. El frío quemaba la piel. El viento acompañado de arena, azotaba. La oscuridad cubría el desierto. Le invadió el miedo de amanecer sin vida. Mientras tanto, miles de pensamientos lo mantuvieron despierto. De pronto, cuando creyó que todo parecía acabarse, se coló la luz del Sol sobre el cielo del desierto de Mauritania. Un anaranjado profundo iluminó la vastedad del desierto, y como si Dios le sonriera de vuelta, un árbol pequeño alcanzó su mirada.
Su voz se detiene, y me doy cuenta que seguimos sentados en la mesa de conferencia. Toma un sorbo de café que parece ya estar frío. Su mirada divaga por el salón y, aunque permanece sin hablar, me parece que se ha reencontrado con el silencio del desierto y la gratitud de estar vivo.
Segundos después, retoma la palabra y me da un recorrido por aquellos instantes, que sobrepasan su participación en el Rally Dakar, y que han definido su espíritu. El orgullo de extender nuestra bandera sobre la cima del monte Everest; el cariño que lo une a los amigos que encontró en el camino y la tristeza que permanece por aquellos que inevitablemente tuvo que dejar ir; el miedo que caló por el cuerpo durante esa madrugada en el desierto; la perseverancia en cada kilómetro recorrido; el despertar de todos los sentidos en cada meta cruzada; y la libertad de recorrer y sentir el mundo como manera de honrar su vida.
Hay cosas que Frany Arrendondo no tiene qué explicar. Tan sólo bastan unos instantes, para entender que lleva la curiosidad impregnada en la mirada, y que su perseverancia la lleva en la sangre, como motor para llegar a cada una de sus metas. En su biografía ya se anotan diez años de experiencia en el recorrido Rally Dakar, un décimo puesto a nivel mundial en la Transorientale St.Petersburgo-Astana-Beijing, una escalada al monte Everest, una travesía en moto de agua desde Río Dulce hasta Cuba, y otros logros más. Sin embargo, creo que sin hacer a un lado la importancia de sus títulos, lo más importante han sido las lecciones aprendidas durante el camino, porque en su andar aprendió a vivir sin ataduras, a viajar liviano, pero, sobre todas las cosas, a reconocer su esencia.
Llevo una semana de pensar en el desierto de Mauritania. Me imagino su olor; su silencio, el que tan sólo se interrumpe cuando corre el viento; su belleza imponente; los colores que estallan durante cada amanecer; la sensación de la arena rozando mis pies y en el horizonte, un árbol.
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