No es algo nuevo. Desde el terremoto de San Gilberto acaecido el 4 de febrero de 1976 no hemos tenido la oportunidad de ver, mucho menos de participar, en acciones concretas de un adecuado manejo de desastres. Lo único que percibimos son las declaraciones de Estado de calamidad pública y los préstamos monetarios que suceden como una podrida secuela que no beneficia a las personas más necesitadas.
Un día de la segunda quincena del mes de septiembre de 1987 yo sufrí un bochorno durante un curso relacionado con el adecuado manejo de pacientes hospitalarios durante un desastre. Fue en el Hospital Juárez de México, D.F. Estábamos terminando el día y uno de los instructores internacionales se me acercó y me dijo: «Guatemala no aprende de sus desastres». De inmediato, otro consultor le replicó: «Sí aprenden, pero a robar durante cada desastre». No pude responder en defensa de nuestros gobernantes porque sabido estaba que: Los desastres siempre nos han desnudado como Estado y que los mandamases han sido retratados como poco previsores, sin capacidad de respuesta inmediata, con poco juicio para reaccionar eficazmente durante la crisis y hacer una tremenda alharaca cuando la tormenta ya pasó.
Durante el lapso que ha durado la pandemia de COVID-19 hemos sido acometidos por Eta, Iota y ahora Julia. Si esta última tormenta hubiese tenido la fuerza de las anteriores no estaríamos como ahora: discutiendo de manera indolente acerca de esa monotonía de la muerte que nos aqueja año tras año. Talvez estaríamos extintos.
Esa indolencia fue la razón por la cual el 9 de octubre del 2015, con motivo del desastre ocurrido en El Cambray II, escribí: «A ojos vistas, sin perjuicio de raíces más profundas, las causas y consecuencias de un desastre nos vienen guangas. Un período de dolor y una descolorida protesta después del impacto es suficiente para calmar conciencias y distraer la mente. La fase de prevención del siguiente suceso queda en papel y letra muerta. ¿O acaso no estamos —solo— esperando el próximo terremoto?»[1].
Sabidos estamos que en Guatemala «al señor ladrón hay que decirle “don”». También sabemos que de esos espantajos están llenos los tres organismos del Estado y que nada podemos esperar de su liderazgo con relación a la irracional manipulación del medio ambiente que la permiten para ellos mejor medrar. Además, que muy lejos de originarse en el opus humanum (el trabajo del ser humano y para el ser humano), provienen del opus servile (el trabajo servil) fomentado por la incapacidad de algunos grupos políticos (y la corrupción de otros) que llegan a copar esos poderes del Estado y los Gobiernos municipales. Así las cosas, sabiendo de todos estos entretejidos del mal cabe preguntarse: ¿seguiremos esperando que nos cierre vuelta la próxima temporada de huracanes por ejemplo?
Yo creo que no. Seguir esperando nos haría caer en el pecado de la desidia. Pero, ¿qué se puede hacer? ¿Podemos navegar en solitario?
La experiencia nos dice que «una sola golondrina no hace verano». De tal manera, navegar en solitario no es una opción. La razón nos indica que la disgregación no es patrimonio del ser humano ante una calamidad, por el contrario, lo sensato es congregarse en torno de sí. Y ejemplos a seguir tenemos: los bomberos, los socorristas, rescatistas voluntarios y cientos de personas que llevan a la práctica su solidaridad a manera de opus humanum. Entonces, ¿no será acaso el momento de reconocernos y saber quiénes somos en cada comunidad para mejor organizarnos ante los embates de cualquier índole? Yo creo que sí. Creo que la repetición de la muerte se puede echar abajo, aunque tengamos doloridos el cuerpo, el alma y el corazón. Solo así podremos decir con el tiempo: «Después de la tormenta viene la calma». Así que, por nuestros hijos, por nuestros nietos y por nosotros mismos, ¡a retomar el camino dejado cinco décadas atrás!
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