Intenté identificarlo mediante fotografías, pero no fue posible. Había que buscar demasiado. Baste decir que se trataba de un pajarillo de plumas oscuras y cola rala y larga, bífida. No sé cómo llegué a notarlo, pero al final hasta lo saludaba, pues estaba siempre parado en el mismo cable de electricidad.
Comprendí su disciplina y puntualidad el día que apareció el gavilán. Era grande, con las plumas del pecho y las alas de un beige alegre. Era unas 10 a 15 veces mayor que el pajarillo. Apareció a gran velocidad y baja altura. De pronto, el pajarillo se lanzó a su encuentro y lo atacó. Lo siguió mientras le picoteaba la cabeza.
El pajarillo, deduje, cumplía una misión de vigilancia y defensa del nido que se encontraba en algún árbol cercano. Su sola presencia era un aviso de que el gavilán debía luchar si quería atacar el nido. La maniobra de ataque fue bastante rápida y el gavilán huyó. Fue impactante ver a un depredador natural renunciar a la lucha. El pajarillo siguió allí cada mañana, como si fuera parte del paisaje. Un día desapareció y no lo he vuelto a ver, aunque ahora papaloteo un poco observando a los pajarillos que reposan sobre los alambres del tendido eléctrico. Quizá aprenda algo nuevo.
Mi hipótesis inicial se confirmó cuando en un lugar cercano observé a un grupo de quizá unos cinco o seis pajarillos en plena maniobra de ataque contra otro gavilán. Es época de reproducción. Con la llegada del invierno abundan los gusanillos y otros insectos y los árboles fructifican. Es el mejor tiempo para asegurar la supervivencia de la especie.
Pensé en las maravillas de la naturaleza, en el firmware o los programas de comportamiento que se transmiten de generación en generación sin necesidad de aprender nada. Se traen y punto.
En el caso del pajarillo, este tiene programado en sus genes el instinto de conservación. Me pregunté si se trataba, además, de miedo: un sentimiento natural que disparaba el modo de vigilancia y combate. Lo interesante de la reflexión es pensar que los sentimientos negativos pueden ser útiles si se los sabe gestionar, aunque se trate de un largo aprendizaje.
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Al pajarillo, el miedo de fracasar en su misión de reproducción lo hizo desarrollar un comportamiento disciplinado y un coraje envidiable, pues no es fácil atacar a un enemigo que sea muchas veces más poderoso y capaz de acabarnos con un solo golpe.
Conozco personas que en su vida han hecho muchas cosas —algunas temerarias— por la misma razón: les daba miedo hacerlo y debían vencer el sentimiento.
Todos llevamos dentro un Darth Vader y un Luke Skywalker. Algunos estudiosos de la naturaleza humana han identificado expresiones o sentimientos positivos (humor, afecto, convalidación, interés, alegría) y negativos (ira, aversión, desprecio, tristeza, aislamiento). Sin tratar de reducirlos a cantidades, hablemos de sentimientos positivos y negativos. También hablemos de inteligencia emocional, es decir, de la manera de hacer la gestión de nuestros sentimientos naturales (notar que el odio es aprendido).
Buena parte de la inteligencia emocional consiste en transformar los sentimientos negativos en algo positivo. El ejemplo del miedo es muy bueno porque salir a pararnos al alambre para vencer nuestros miedos nos hace crecer, confiar en nuestras capacidades y enfrentar la adversidad. Gandhi expresaba su ira en la forma de resistencia pasiva y con ello derrotó a un imperio.
La tristeza también puede resultar buena. Este sentimiento es implosivo: nos mete dentro de nosotros mismos como si fuéramos tortugas. Allí se puede hacer un honesto análisis de las cosas para luego resurgir con energías renovadas. La tristeza es una oportunidad de enfrentar nuestros propios sentimientos y creencias. Y si la usamos bien, creceremos internamente. Gestionando la tristeza (solos o con ayuda) podemos superar nuestras pérdidas o fracasos emocionales.
Por sobre todo cultivemos la alegría y no nos tomemos muy en serio a nosotros mismos. Que nuestros intercambios con los demás se reconozcan y distingan por los sentimientos positivos y que podamos aprender a extraer la lección que viene encerrada en cada fracaso.
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