Tenía los ojos oscuros. Brillantes. Su voz se difuminaba al final de las frases, desvaneciéndose hasta llegar a un susurro leve. A veces, era difícil escucharla. Sobre todo porque la oficina estaba llena esos días. Estábamos de turno.
Gente entraba y salía, teléfonos sonaban. El único respiro era el inmenso ventanal que colindaba con el patio interior y nos dejaba ver la inmensa copa de un árbol mecerse. Era un día gris brillante. Seguramente habré tomado toneladas de café.
La niña era una víctima. Habían abusado sexualmente de ella durante un año y medio. De una forma salvaje. Tenía ocho años cuando pasó la primera vez. Lo descubrieron en un hogar al que a veces iba a tomar clases.
Ya había sido abordada por el equipo de psicólogos, de médicos y ahora era el turno de la declaración testimonial. Así se hacían las cosas entonces. No había Cámara de Gesell donde todo el equipo se sienta a escucharla de una sola vez, con un psicólogo interviniendo. Era todo en diferido.
Yo debía hacer las preguntas. Y las hice de la forma más delicada posible. Ella contestaba con leves susurros y yo hacía anotaciones para luego transcribirlas en el ordenador. Sus ojos se humedecían cuando hablaba de la primera vez y luego hablaba de lo que pasó con un gesto congelado como si el horror la paralizara. Era una expresión rígida, cadavérica.
Sentí que todo duró una eternidad, aunque hayan sido sólo minutos. Era como llevar en las manos algo demasiado frágil, por un camino derruido. Cuando me disponía a transcribir la historia en el computador, ella se quedó mirando el ventanal y el rostro se le iluminó. Luego volvió a verme. Entendí que quería decirme algo. Y lo dijo:
“Licenciado, ¿usted por qué cree que Dios me dejó viva después de lo que me hicieron?”
Tenía diez años. Yo respiré y empecé a responder con los pobres recursos que alguien puede tener cuando lo desarman de esa manera. Digamos que yo era una ciudad y su pregunta me había sumido en un pozo de oscuridad, mientras una flotilla de bombarderos rugía lanzando bombas sobre todos los templos.
Los cimientos de mi fe aprendida estaban socavándose. ¿Por qué? ¿Qué nos hace capaces de hacernos daño? ¿Qué nos mueve a provocar heridas tan hondas en el otro? Ese regalo de una muerte adelantada.
La niña me preguntaba por qué la había dejado viva Dios. Pero parecía no estarlo. Yo tenía ganas de descomponerme y llorar por nuestro fracaso como humanidad. ¿Pero quién diablos era yo en ese momento? Nadie, yo era nada. Ella era la importante y yo estaba ahí para ayudarla. Así que mantuve la compostura y continué.
Mi explicación, estoy seguro de que no la escuchó. Su pregunta había sido más bien la radiografía de su dolor. Y en ella se miraba tan sólo el asomo de una herida, una herida tan honda que ninguna palabra podría llenar.
Terminé de recibir la declaración. Les expliqué los detalles del juicio. La niña salió con su madre y se despidió de mí. Las dos bajaron por el ascensor, una lata vieja que parecía haber sido sacada de una película de terror. Yo volví al escritorio y habré tenido quién sabe qué día, no recuerdo.
El proceso siguió su curso. Se tomaron medidas inmediatas. Pero vamos, ni siquiera la cárcel del tipo sana el dolor, ni contesta la pregunta que la niña me hizo. Quizá una sentencia a penas es limpiar la herida, antes de sanar.
No recuerdo qué más hice ese día. Supongo que habré llegado a casa a la hora normal. En ese entonces todavía estaba casado, así que habré cargado a mi hijo recién nacido y cenado mirando el televisor.
Seguramente habré fingido que todo estaba bien, mientras el incendio había empezado a consumir incontrolable, lo que me quedaba de inocencia.
Fue implacable el fuego. Se ha alimentado del horror que he visto en diez años. Pero sigo en plena reconstrucción. Y no termina.
De alguna manera, sigo unido a esa niña.
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