En una entrevista que concedió la filósofa Adela Cortina al periódico El Tiempo, ella recuerda que la ética en democracia «no solo sirve, sino que es una necesidad vital». Si en última instancia la democracia liberal consiste en autonomía y autogobierno, no hay otra manera de hacerla duradera que a través de la excelencia y la virtud. Porque lo contrario, el vicio y la corrupción, nos sale caro, muy caro. Y no solo en términos económicos, sino también de bienestar. El runrún no me da tregua al ojear las noticias y ver que los políticos mienten de manera constante y se enriquecen a costa de los demás. No logro entender cómo es que hay personas capaces de hacerlo. Y al ser un mal endémico, ¿quién tiene las manos limpias todavía? Me pregunto si deambula mucho ser podrido por ahí, en parte porque la sociedad permite —como mínimo— que se generen. Pienso, por ejemplo, en Roxana Baldetti, en lo que recuerdo del libro Patio trasero, de José Carlos Móvil y Antonio Barrios. ¿Será posible que ella sea, hasta cierto punto, como el Joker: un producto de una sociedad que ha fracasado tanto hasta generar sus propios demonios?
Para responder a la pregunta traigo a colación una visión integradora de la política deudora de las lecturas de Alfredo Cruz. La política, en un sentido amplio, consiste en crear un tipo específico de convivencia que, en última instancia, se realiza en función de quiénes somos y quiénes queremos ser. Tal y como dice Cruz, la polis no es el resultado mecánico de una serie de intercambios y conveniencias que se sellan a través de un contrato, sino fruto de una voluntad de vivir mejor acorde a nuestra naturaleza social. En este sentido, con la polis se inauguró un nuevo modo de vida en el que todo quedaba aún por configurarse, pues lo social es algo vivo y dinámico. Es decir, según definamos nuestro quiénes somos, definiremos también nuestro modo de tratar nuestro derredor. Por ejemplo, las democracias liberales se articulan en torno a nuestra creencia de que somos seres iguales en dignidad, de que nuestra dignidad radica en nuestra autonomía y libertad y de que a causa de la pluralidad en las sociedades modernas debemos convivir bajo la bandera de la tolerancia. Y no hay que olvidar que lo mismo podríamos decir de nuestros antivalores, como la desigualdad y la corrupción, ampliamente aceptados o ya justificados. Pero esto se extiende a nuestro trato de la naturaleza, del consumo, de la vivienda.
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Estos ideales, valores y creencias se concretan imperfectamente en instituciones de todo tipo. Y las instituciones hacen posible que los ideales sean operativos, puestos en práctica, con lo cual ordenan nuestro modo de actuar. Es decir, las instituciones por una parte nos educan y por otra hacen posible la acción común, nuestro actuar individual. Pero el proceso es circular porque nosotros, tras la deliberación, debemos aspirar a modificar las instituciones con acción política, que no es otra cosa que acción que aspira a concretarse, a institucionalizarse.
Parte del problema, apunta Cruz, es cómo nuestras ciencias sociales y jurídicas han abordado lo político. En primer lugar, consideran lo político como una esfera más —separada de lo educativo, lo económico, lo social—, que no es integral ni integradora de las demás. En ese espacio delimitado, las ciencias sociales abordan específicamente el objeto de estudio del poder y de sus relaciones desde un prisma puramente técnico, que consiste en averiguar cómo ejercerlo, acumularlo y mantenerlo. En este sentido, se obvia la verdad en la subjetividad, su capacidad configuradora, la verdad práctica que dirige la acción y, en última instancia y más importante, el quiénes somos y quiénes queremos ser. Nos quedan solo la estrategia, la artimaña y la acumulación de poder.
Debemos recuperar las grandes preguntas como el quiénes somos, la visión integral de la política que permea todas las otras esferas, y así volver a poner sobre la mesa la ética y la virtud ciudadana. Debemos recuperar la subjetividad de la participación en el bien común a través de la deliberación, del diálogo en el cual se integra al otro y se conforma un nosotros orientado a actuar con base en quiénes somos y quiénes queremos ser continuamente definiéndose. Debemos asumir nuestros Jokers, preguntar de dónde vienen nuestros demonios, qué espacio fértil encuentran para envilecerse. De ese espacio vacío de moralidad surgen nuestros demonios y se vuelven contra nosotros. Nuestra sociedad es un reflejo de lo que somos.
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