Dos personas en una huida, física o emocional, en un viaje entre paisajes increíbles, pero también de conocimiento interior, en el que van apareciendo uno a uno personajes disparatados en pueblos olvidados por carreteras secundarias.
Aventuras en bares de madera en los que, al entrar los forasteros, se para la música. Uno, dos, tres, siete tensos segundos mientras los comensales violentos los ven fijamente en su camino a la barra. Allí los atiende una barténder atrapada en el atraso de la comarca, guapa y mucho más lista que cualquier cliente.
Las road movies son todo un subgénero apasionante y vital. Invitan a la aventura y exponen esa monótona vida que tenemos entre horarios, tráfico, facturas, cenas familiares, reuniones de trabajo o del colegio de los niños. En un país medianamente normal, los agobiados ciudadanos podríamos, sin más, pasar de lo urbano a la campiña en unos minutos, pero ahora no es posible.
A finales de los años 80 me gustaba escaparme a la Antigua. En 45 minutos estaba sentado en algún parque o en las ruinas de un convento y leía, leía y leía. Esa ciudad me evoca mis libros iniciáticos. Podía irme un poco más lejos, subir al lago de Atitlán por Cocales, llegar a Livingston agarrando camino por Ipala, pasando por las montañas de San José La Arada. Conocí Nebaj en una carretera sinuosa y peligrosa entre montañas, Todos Santos y sus caballos, las playas de Churirín. Me bañé en el recodo de algún río. Lo que se me ocurriera.
No se necesitaba mucho para sentir la libertad. La democracia era incipiente, la represión insana siempre estaba presente y la evasión era disfrutar de las tardes templadas, del murmullo de la gente y del olor a tierra mojada. Ahora, viendo en retrospectiva, con mis pares no hablábamos mucho de política, ni en el colegio ni en la universidad ni en el barrio. Nadie quería cambiar la historia. Estudiar los procesos históricos y económicos que nos habían traído a este punto insulso del subdesarrollo no era un tema. El miedo y la máxima «no te metas en política» habían calado hondo.
Mi generación, esa que ahora está llegando a los 50 años, es la que maneja el país. En sus manos está cambiar el curso de este camino que nos lleva al precipicio de la inequidad, la desigualdad, la violencia, el robo, el expolio, el despilfarro y el descaro. Mis compañeros de viaje, a los que se nos aisló sobre los motivos de la guerra y se nos quiso proteger entre viajes papales, Siempre en Domingo y alienaciones televisivas y simplistas, hoy forman el grueso de soldados del pacto de corruptos. Son los presidentes del Ejecutivo y del Legislativo, los jefe de bloque de todos los partidos corruptos, los ministros, los jueces de la impunidad, los abogados poderosos entre redes de influencia, doctorados de plástico y estrategias dilatorias y espurias.
Mi generación, mis compañeros: refugiados en iglesias y bendiciones, renacidos y complacidos en una vida que se mueve muy poco, pero firmemente a la pérdida definitiva de libertad, de derechos, de autonomía, de razón. Pero, mientras les llegue el dinero y sus pequeñas o grandes dosis de poder, seguirán inmutables.
El trabajo sucio se hizo muy bien. Nos enseñaron a bajar la cabeza en el mejor de los casos o a participar impunemente en esta orgía del descaro. Somos la generación de la inercia, de la inacción, de las frasecitas de Coelho, del guaro idiotizante, de la culpa y la confesión. Somos la generación inmadura. Nunca crecimos.
Tenemos lo que somos, ni más ni menos: mucha soledad e intrascendencia (pero con tarjeta de crédito).
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