“Los guatemaltecos llevamos la delantera en materia de justicia…”
—decía sin creerlo del todo–.
Antes, durante y después del juicio contra Ríos Montt los vividores de la impunidad criticaron la falta de imparcialidad en el sistema de justicia. Y al percibir la hipnótica repetición de ese infinito mantra, lo único que se podía responder era: “sí, claro; eso es algo que no se discute, no hay duda, el sistema de justicia es parcial”.
Cuando surgen las discrepancias es al poner atención sobre qué significa esa parcialidad para los vividores de la impunidad. Ellos regularmente alegan que la justicia guatemalteca es parcial porque sus amigos, jefes y/o familiares empezaron a tener que rendir cuentas en los tribunales. Algo de lo que nunca antes tuvieron preocuparse. Mientras el resto comprendemos que la parcialidad existe porque la aplicación de la justicia guatemalteca refleja desigualdades arraigadas en la historia nacional que tienen que ver con la clase social, la pertenencia a cierta estructura de parentesco (la sangre y la raza) o la inmunidad que de facto gozan los altos mandos del Ejército de Guatemala.
De ahí que vale la pena empezar por preguntarse, ¿qué porcentaje de población perteneciente a la clase criolla (que es esa tan chapina burguesía que combina cierto tipo de capital sanguíneo y familiar, un tipo melancólico de abolengo, así como la tradición de crear monopolios en la agroindustria nacional) es juzgada en los tribunales guatemaltecos? ¿Qué porcentaje de oficiales de alto rango del Ejército ha rendido cuentas ante la justicia? Y, finalmente ¿qué porcentaje de civiles, pobres, con algún tipo de ascendencia indígena (los proletarios indígenas y mestizos, por decir algo) está hoy encerrada en las prisiones del país?
Me parece que el resultado es más que obvio (aunque da como para tema de tesis en sociología). Tanto así que llevará a más de alguno de ustedes a preguntarse si acaso los indígenas y mestizos, no militares, pobres son aquellos con más propensión “natural” a la criminalidad en comparación a los criollos y los oficiales del ejército. Es decir, si acaso hay algún tipo de predisposición innata para ser encarcelados entre aquellos que no son criollos y/o militares de alto rango.
Pero les aclaro, estimados vividores de la impunidad, que por sí sola esta pregunta refleja las estructuras de desigualdad en Guatemala. Porque la respuesta no puede ser simplemente afirmativa. No es que los criollos y/o militares del alto rango no cometan crímenes en Guatemala; no es que haya una predisposición biológica para que unos sean encerrados más frecuentemente que otros. Lo que existe es una condicionante estructural que evidencia que la justicia pesa más de un lado que del otro: entre más blanco, rico y/o alto el rango militar, más liviana se vuelve.
En otras palabras, no vemos más criminales criollos y/o militares porque hay una estructura social que hace ver casi únicamente el crimen del pobre; es una estructura que hace pensar y sentir que ese crimen es, en sí mismo, más criminal que el crimen del rico.
Que no veamos los crímenes de los ricos no quiere decir que éstos no existan. Que no los veamos sólo indica que hay un campo de visibilidad que hace pensar y sentir que los burgueses y altos oficiales del ejército no cometen crímenes y por eso no van a la cárcel. Un régimen de lo sensible que nos susurra al oído: “no mires allí, donde los ricos, esos criminales no importan, los únicos y verdaderos criminales son los que se parecen a ti”; como si debiéramos desear todo lo que “ellos” son, de modo que no sólo dejemos de ser tan “nosotros” y nos inculpemos por sus abusos, sino que naturalicemos la idea de que ellos son el único referente verdaderamente virtuoso en este país.
Por eso hay tanta angustia cuando la estructura de impunidad se ve amenazada en momentos particulares, como cuando “los doce apóstoles de la paz” se pronunciaron para negar el genocidio cometido por Ríos Montt. Ahí es cuando la justicia parece tocar a quien no debería. La fisura se hace visible cuando “ellos” pueden ser no sólo igual sino más criminales que “nosotros”.
¿Recuerdan, vividores de la impunidad, el juicio en el que se encontró culpable del asesinato de una mujer a Ricardo Ortega del Cid a mediados de los años noventa? Yo era un adolescente en ese entonces y no entendía mucho de lo que pasaba en este mundo. Sin embargo, en lo que fue uno de mis primeros aprendizajes sociológicos, mi madre me dijo algo como: “¡por fin! Esta es la primera vez en mi vida que he visto que alguien que no sea pobre y/o indígena vaya a la cárcel”. Y yo creo que ese juicio, al igual que el de Roberto Barreda o el de Ríos Montt son un referente importante.
Les aclaro, señores, que no es necesariamente que personas como Efraín Ríos Montt, Ricardo Ortega o Roberto Barreda pertenezcan a lo que conocemos como la clase criolla. Para nada. Ninguno de ellos llena completamente el requisito de pedigrí (la sangre y el abolengo) que los criollos exigen para ser considerados como tales. Ellos representan, sin embargo, la imagen del “buen” guatemalteco, aquel que ha aprendido de los de arriba y los imita fanáticamente hasta el punto de cometer crímenes tan atroces como el genocidio y el femicidio. Ellos son lo primero que se va haciendo visible de esta arraigada estructura de impunidad. Por ello los vividores de la impunidad inmediatamente quieren hacernos creer que si ellos son criminales todos somos criminales. ¿Les suena el “mi país no es genocida”? ¿Acaso es por eso que insisten en que Guatemala lo único que hubo fue una guerra de indígenas contra indígenas?
Les insisto, vividores de la impunidad, que juicios como el de Barreda, Ríos Montt y Ortega del Cid abren brechas y se vuelven paradigmas; hacen tangible la posibilidad de que la justicia se haga visible en donde nunca (¡pero nunca!) tendría que haberse visto. Estos casos han abierto puertas que ya no podrán ser cerradas. Así es, señores de la impunidad; entre más tratan de forzar las mentiras manipulando a la Corte de Constitucionalidad, al Colegio de Abogados, a las Comisiones de Postulación, al Congreso de la República, más se empantanan ustedes mismos en la viscosidad de su impotencia. Entre más corrompen al sistema, más se pudren. Ya (literalmente) todo el mundo sabe lo que sus defendidos hicieron y ya todo el mundo sabe de qué viven ustedes. Ya todos saben que ustedes sólo les interesa mantener este régimen de desigualdad.
¡No, señores vividores de la impunidad, lo que genera polarización en Guatemala no es que la gente piense y escriba cosas diferentes a lo que ustedes opinan; lo que polariza son sus atropellos y la impunidad a la que se resisten a renunciar!
La lucha contra la impunidad debe tocar todos y cada uno de los aspectos relacionados con los abusos que sufrimos en nuestra vida diaria: desde las violencias “domésticas”, la discriminación racial y el racismo, el abuso contra las comunidades campesinas indígenas y no indígenas, la violencia contra personas no heterosexuales, los asaltos callejeros, las extorsiones, hasta los secuestros que tantos padecen. La respuesta no es seguridad militarizada al estilo de la mano dura; más que garrote y brutalidad lo que necesita este país es justicia.
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