Como algo básico, el proceso de justicia permite reconstruir, conocer y –muy importante– hacer públicos los hechos ocurridos. Es así que se sabe cómo fue que a las víctimas se les consideró un “enemigo interno”, cómo se planificó los operativos y el asesinato, quién dio la orden, quién la ejecutó, qué recursos se utilizaron y cuál fue el móvil del crimen. También, se conoce y se entiende el contexto histórico en el que se cometió el delito, de cómo era la “arena de lucha” en ese momento, la forma en que se implementó la Doctrina de Seguridad Nacional, quiénes eran los actores, cuáles eran sus intereses, la forma en que se ejercía el poder y la represión, pero también la manera en que la población lograba resistirse.
Nos permite entender mejor cómo funcionan las instituciones. Se logra comprender mejor cómo funcionaba el ejército, la doctrina militar, la cadena de mando y los operativos de inteligencia, por ejemplo. El sistema de justicia también se revela, desde sus carencias hasta sus complicidades con el poder, y así se hacen visibles los métodos de encubrimiento, las artimañas jurídicas, los poderes paralelos. Acaso esto ayuda a identificar los cambios que se necesitan en el sistema.
Hay algo importante en esto de los casos jurídicos y es entender que aunque en el delito existe un móvil político y hay un contexto político, el proceso debe sostenerse sobre argumentaciones jurídicas lógicas y coherentes, en donde la prueba deja claro al público qué pasó y quiénes son los responsables. Esto es importante porque cualquier sentencia (sea condenatoria o absolutoria) que se base en argumentos políticos, no jurídicos, termina socavando el sistema de justicia y favoreciendo a quienes ostentan el poder.
Es muy fácil que detrás de todo el proceso penal y los procedimientos jurídicos, se pierda de vista quién era la persona que fue víctima del delito. Sin embargo, las audiencias permiten recuperar a la persona (más allá del “caso”), su nombre, el trabajo que hizo, sus aportes, e incluso sus relaciones personales y la manera en que le echan de menos las gentes cercanas.
A los familiares y amistades, la experiencia nos obliga a procesar la ausencia, a trabajar el duelo. Es duro, pero necesario en los aspectos emocionales. Llegar a la audiencia oral puede ser reparador en sí mismo, pues logramos hablar y ser escuchados, contar nuestra versión, es una manera de escribir la historia. Y la sentencia es como cerrar un capítulo, sentir que se ha hecho todo lo posible, y que podemos pasar a otra fase con más calma, pero también con más fortaleza. A lo largo del proceso, dejamos de ser “víctimas” y pasamos a ser actores empoderados.
Algo clave es que, si el caso logra presentarse ante un tribunal imparcial, el juicio oral resulta ser una cancha de juego nivelada. Los juicios orales son de esas escasísimas oportunidades en donde logramos –finalmente– ver a los perpetradores en igualdad de condiciones, de tú a tú, al mismo nivel y bajo las mismas reglas. En un panorama en donde el poder llega a ejercerse de forma aplastante, esto es, simbólicamente, poderoso.
Y , por supuesto, no puede dejar de mencionarse que el sistema de justicia es uno de los pocos mecanismos que la sociedad tiene para reconocer sus errores, corregirlos y disminuir las probabilidades que algo así vuelva a ocurrir. Es accionar y gritar a los cuatro vientos que lo que ocurrió es deleznable y que no debe repetirse.
*Este texto se ha basado en una presentación preparada para la mesa redonda “Genocidio e impunidad en Guatemala: a un año de la histórica sentencia al genocida Ríos-Montt”, realizada el 9 de mayo de 2014 en la Ciudad de México.
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