“La última foto que le tomaron a tu cuerpo
No la pondremos en el álbum,
dejaremos que esta sirva para hacer piñatas,
piel de muñequitos.
No lo tomes a mal,
solo queremos que de tu último retrato
broten dulces
como flores”
A un cuerpo que se reconoce a sí mismo en un periódico. Julio Serrano (extracto)
Las de este domingo comienzan por el rostro de un hombre hundiéndosele entre las manos, la mirada clavada en el vacío sentado en su pórtico, como esperando a que el tedio le terminara de caer encima. La puerta abierta de su casa me dejó ver una sala muy vieja y un televisor encendido, sin nadie mirándolo.
La siguiente imagen es ya nocturna. En el auto, atravesando las entrañas de la ciudad, quinta avenida y dieciocho calle de la zona uno, el centro del caos peatonal, una Iglesia entre las miles de construcciones improvisadas de nylon oscuro. Ventas callejeras llenando de humo la calle. Un hombre caminando muy lento, atravesándose la calle ancha bajo la lluvia. Llevaba la cara pintada con los colores de la bandera. Parecía vencido, como si arrastrara el peso de este país en su espalda. Me detuve para que terminara de atravesar la calle. Me miró como si de pronto se hubiese percatado que existía y luego siguió en la misma ceremonia.
Hay algo de cierto en toda la tristeza que une ambas imágenes. Hay algo de cierto, como la lluvia cayendo sobre las carretas de tacos la noche de un domingo. En las calles desiertas salvo por los ríos de agua corriendo hacia las alcantarillas y las gotas cayendo sobre las láminas como sinfonías solemnes. Hay algo con peso.
En esta ciudad la tristeza es algo dulce. Es como el abrazo de una madre a su hijo moribundo, pensé mientras me servía el primer gin tonic de la noche, ya en casa, mirando llover en el patio de mi apartamento mientras las copas de los árboles se mecían con el viento, simulando ser las estrepitosas llamaradas de un fuego oscuro.
Entré a mi habitación y me dispuse a mirar llover desde ahí. A escuchar la lluvia caer sobre el techo de madera. Tenía a mano “Actos de Magia” de Julio Serrano. Volví a mis favoritos. El poema escrito para un suicida, cuya ternura me pone de rodillas; y el poema escrito para el cuerpo que se reconoce a sí mismo en el periódico.
Es inevitable que piense en una mujer que quise. No porque me lo recuerde el tono fúnebre de los textos. Sino por lo festivo. Me explico: ella tenía una conocida cuya hija cumplía años y nos invitaron a su piñata. La fiesta la celebrarían en casa, en una de esas colonias donde no entran los autos porque las calles son muy angostas. Un sector bastante popular y a decir de la policía, zona roja.
De ahí mismo han salido varios de los declarados enemigos públicos, pandilleros, a quienes se les ha acusado del terror del país, qué inocencia. El asunto está en que llegamos todos maravillosos nosotros, en nuestro auto. Nos llevaron a un estacionamiento al lado de una estación de bomberos. Es más, creo que era parte de la estación. Cerraron con doble llave y cadena. Pusieron un candado, caray.
Seguimos a la amiga por un laberinto de callejones hasta que llegamos a una casa diminuta —como todas— con las puertas abiertas y mucha gente que entraba y salía. Nos presentaron a toda la familia. Nos sirvieron comida. Alguien sacó las enormes bocinas del estéreo al callejón y pusieron música infantil. Mucho Cri Cri el grillito cantor, mucho de los Pitufos, cosas que creí enterradas con mi niñez.
Colocaron los lazos en los postes del alumbrado público y en ellos, la piñata. No recuerdo exactamente que figura eran, recuerdo la alegría de los niños y las risas de sus padres. La música saliendo de la casa, los vasos con horchata. La risa de los hombres que halaban de las piñatas. Los dulces cayendo al piso.
Pasó la última niña y me pidieron a mí que volteara lo que quedaba de la piñata destrozada. El forro interior de papel estaba expuesto y cuando le di vuelta para que los dulces cayeran, los niños estallaron en gritos y alegría. Y por más que me esfuerce no recuerdo mucho más, salvo que cuando miré el forro de la piñata, encontré un escudo del Organismo Judicial. Empecé a leer de qué se trataba. Era una sentencia por asesinato.
Metí la mano y empecé a destrozar la piñata, digamos, en parte para sacar dulces porque los niños me lo pedían y en mucho por mi inmensa curiosidad. Era una sentencia sí, a seis pandilleros, por asesinato. Cincuenta años a cada uno. Las pruebas estaban descritas dentro, la sangre, las víctimas, las armas, los testimonios de los policías, mientras los dulces se terminaron en mis manos y los niños corrieron a buscar el pastel.
Hay algo de cierto en que la tristeza es dulce. Y que sabiéndola apretar, dejándola respirar, abriéndole las ventanas, puede salir de ella una inmensa alegría. Como los dulces de la piñata para los niños en un barrio duro. Las calles esa tarde no eran de una zona roja, eran multicolor.
El barrio de los asesinos oía a Cri Cri y se amansaba entre risas de niños, de los que ahora que pienso, no sé si sobreviven, como el hombre que halaba de la piñata, ese mismo del que recuerdo su risa, que luego a los años, supe que mataron en un autobús.
Afuera llueve, mientras escribo. A veces siento que soy algo que fluye como un río. Y necesito un mar lo suficientemente hondo para desembocar. Pero acá hay algo desierto. Salvo la dulzura en la que viene envuelta la tristeza, salvo la alegría rotunda de los niños, que hacen brotar flores entre las dunas.
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