De plano que hay similitudes.
Este señor, Don Kony, tiene como dos décadas de secuestrar niños para mandarlos a la guerra y esta señora está señalada secuestrar niños para mandarlos adoptados a Estados Unidos.
Él es un guerrillero africano líder del Ejército de Resistencia del Señor, que si no estoy mal decapitó unos kaibiles hace unos años, y busca derrotar al gobierno de su país para instalar un régimen teocrático basado en los 10 mandamientos.
Ella, cuando la entrevisté, dijo ser creyente y que su objetivo era ayudar a las madres solteras y a los papás adoptivos a tener un hogar.
Doña Cony es de esas personas a quienes los oriundos del oriente del país llaman gente “fregada”. Ese adjetivo que no es ni bueno ni malo. O más bien, es tan bueno como malo. Alguien “fregado” es una persona que tiene tanto de lista y aventada (los chapines pilas de la pepsimorfosis) como de violenta y despiadada (los chapines pilas de las Dos Erres).
Es un adjetivo neutro, amoral, ambiguo, sin juicios de valor y que se puede interpretar de dos o más maneras. Un adjetivo que se cancela a sí mismo, que da suma cero. Un adjetivo chapín por los cuatro costados.
Y mientras un video donde ponen como caimito a don Kony ha suscitado el repudio y el rechazo en el primer mundo y entre los chapines cibernéticos, nadie habla de doña Cony.
No tengo los detalles frescos, de esto hace ya un par de años, pero la historia es que la señora y su hijo están acusados del secuestro de al menos dos bebés que pararon en las redes de adopciones en Guatemala. Quizá es que ya no quiero acordarme. Salíamos todos los días a reportear y a lo largo de año y medio de escribir, entrevistar y perseguir las noticias sobre el tema le perdí la fe al país.
Doña Cony ya no importa, ya no me importa. La señora, que se dedicaba a conseguir y almacenar niños antes de que fueran enviados a Estados Unidos, es cuete quemado ahora que las adopciones a ese país son apenas un sabroso recuerdo para quienes se beneficiaron con el negociazo.
Algunos abogados y güizaches se hicieron millonarios, otros como las cuidadoras, los pediatras de tres al quinto y registradores civiles mañosos apenas arañaron un cachito de las ganancias en una economía de derrame en la que los de arriba tienen unas cubetototas y lo que cae hacia abajo son apenas salpicaditas como meada de abuelito. Una economía muy como la que nos prometen los neoliberales.
De doña Cony pocas veces hablaron. De todas las doñas Conys que había repartidas por todo el país, alimentando la insistencia de decenas de miles de padres adoptivos convencidos que era la voluntad de Dios que un niño guatemalteco habitara su hogar.
De plano es más fácil darle “like” al video de Don Kony. De plano en esa época no se acostumbraba subir volcanes para llamar la atención sobre las cosas. De plano el tema era complicado y complejo, como las masacres y la limpieza social y lo mejor era quedarse al margen y no meterse a babosadas.
Y me sale bien no acordarme, de veras. Son esas cosas que las guarda uno en el fondo de la cabeza porque tampoco es bueno ponerse a pensar en lo jodido que tiene que estar un país, en lo podridas que tienen que estar las cosas en un lugar donde se sabe que se venden niños, que se roban niños, que los niños son vistos como una mercancía y donde nadie lo encuentra espantosamente mal.
Cuando me vienen esos pensamientos, trato de ocuparme de las cosas pequeñas. Trato de descubrir cuántos días hay que dejar leudar la masa de la pizza en el refrigerador para que el pan sea una cosa compleja y no apenas una tortilla de harina. Procuro confeccionar unas galletas de mosh y pasas que provocan profundas y duraderas envidias.
Me ocupo de regar mis tulipanes. Son 42 y anoche uno me regaló una flor de un color que va entre el amarillo y el salmón. Les pongo agua y el ritual mecánico de darles vida a mis plantas me ayuda a evadirme esas historias de terror. Pero hay veces que se escapan, me alcanzan y se proyectan en toda su plenitud ante mí. Ayer, mientras regaba los tulipanes caí en la cuenta del momento que terminé de perderle la fe al país.
Teníamos unas dos horas de estar dando vueltas por un asentamiento que hará unos 20 años tenía esas casas de cartón tan pintorescas de las que cantaban los Guaraguaos pero que ahora es una monstruosidad de viviendas de lámina, block y concreto sin pintar. Uno de esos lugares donde la vida es tan dura que casi todo se vale.
Estábamos tratando de llegar a la casa de la señora que estoy convencido vendió a la mamá de unos de los niños robados a los delincuentes de poca monta que trabajaban para nuestra versión local de Stephen Kony.
Teníamos como 20 minutos de caminar a la orilla de un río de aguas negras que se lleva toda la mierda de Ciudad San Cristóbal, hacia el Lago de Amatitlán. Y cuando estamos a punto de llegar donde la señora, una vieja sale de su casa y nos implora que volvamos nuestros pasos. ”Allí vive gente mala, no sea que los maten”, nos dijo.
La gente mala no estaba ese día. Solo una niña, que nos dio el teléfono de su papá. Horas después el hombre contesta, nos dice que su ex esposa anda metida con mareros, que lo mejor es que no nos volvamos a aparecer por allí porque el hombre que le robó a su mujer es verdaderamente malo.
Y no me sorprende que el marero sea malo. No me sorprende que la amante del marero sea mala. No me sorprende siquiera que Cony sea mala. Pero cada capa que vamos pelando de la cebolla nos acerca más a gente que no encaja en la definición de “malo” que yo aprendí. Gente que no vive en un lugar donde todo se vale. ¿O sí?
Allí entran abogados y testaferros, doctores y registradores civiles. Gente con corbatas y sin tatuajes. Dandys que toman whisky fino, usan mancuernillas y no tienen empacho en aceptar públicamente que su trabajo era padrotear a los niños para empatarlos con padres deseosos.
Ver tanta maldad y ver a la gente actuar de una forma tan natural son cosas que si uno las piensa bien se tiene que dar cuenta que el país no tiene salida.
Es una de esos reportajes donde no hay uno solo bueno, donde todos, salvo contadísimas excepciones, de alguna manera son victimarios.
O mejor dicho, tras cubrir esa historia me se me hizo más claro que los guatemaltecos en general son gente amoral. No inmoral, amoral. No es gente que suela ir contra la moral y las buenas costumbres, pero rara vez se complica en determinar si algo o alguien es bueno o es malo, es moral o inmoral. No se hacen bolas.
Así, no sorprende que hubiera abogados que vieran hacia otro lado (a una gaveta con una caja de zapatos llena pisto, por ejemplo) cuando llegaba una señora prácticamente vendiéndoles el bebé que otra mujer tenía aun en su vientre. O que los pediatras se dedicaran a llevar los récords de salud de niños que estaban en línea para ser vendidos, lo mismo con las cuidadoras. O que los registradores civiles se prestaran a fabricar identidades para niños y madres o que los laboratorios de ADN no llevaran mejor control sobre su personal.
Los chapines son capaces de racionalizar cosas tan horrendas como las desapariciones forzadas (de gente que de plano en algo andaba metida), las masacres (de gente comunistas resentidos), la limpieza social (de mareros que no merecen vivir), que el vecino que le pega a la mujer (sus motivos tendrá, porque yo la he visto cusqueando) y la venta de niños (de madres degeneradas que seguramente usarán el dinero para vicios).
La discusión sobre si los niños tuvieron o no un mejor futuro es estéril. Seguramente sí lo tuvieron y serán contadísimos los casos en que las cosas salen verdaderamente mal y si salen mal eso puede pasar en cualquier lado.
Pero discutir ese punto no vale para nada. Desde el momento que el motor detrás de las adopciones era el lucro, las buenas intenciones se vuelven pretexto y no motivo. Es racionalizar.
Y por eso no sorprende que el tema -no de doña Cony, que es apenas un eslabón-, sino el tema en general, el hecho que miles de niños guatemaltecos fueran vendidos cada año durante décadas se convirtiera en un no-tema.
En un asunto que pasa porque así son las cosas, pero que es mejor no darle muchas vueltas porque en el fondo sabemos que no es correcto. Entonces mejor encontrarle una justificación, racionalizar.
Después de todo, cuando uno comienza a cuestionar, a preguntar, a sembrar la duda, no falta quien acuse de ser mal guatemalteco, resentido, de abrirle la puerta a la división.
Después de todo, hay que estar contentos, hay que ser chilerones, hay que estar positivos y poner buena cara cuando pongamos las nalgas.
Está claro que son culpa mía el río de mierda que baja de Ciudad San Cristóbal, los niños vendidos, las masacres, que Ríos Montt esté libre, los camionetazos, las narcomantas, que el cantautor ande bravo y que las cosas anden tan verdaderamente mal.
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