Pedí mi cambio. Me asignaron a la Unidad de la Niñez y la Adolescencia Víctima, que se dedicaba a investigar sobre todo abusos sexuales cometidos contra niños y adolescentes. Terrible. Aún recuerdo el primer caso que me asignaron, lo que sentí cuando leí la denuncia, ese profundo sentimiento de malestar que comienza con un dolor en las vísceras. Y da asco sí, pero como nunca lo había sentido, porque no era sólo eso: era tristeza, era pánico, era rabia. Sí. Era todo.
Mi hijo tenía un mes de haber nacido. Era una aventura tremenda. Casi no dormía y en la oficina todo era un huracán violento que te tomaba por sorpresa, día con día. Los procesos comenzaron a llegar por montones y yo, que hasta entonces era un teórico en lo que a Derecho penal se refiere, ahora tenía que resolver problemas terribles, dirigiendo policías, consultando peritos, yendo a audiencias y tomando declaraciones de las propias víctimas.
Tuve suerte: mis dos compañeros en el grupo de investigación del cual formaba parte eran generosos compartiendo sus conocimientos. Ambos seguían maestrías en Derecho penal, así que digamos que tuve muchísima suerte.
En aquella Unidad había gente bastante entusiasta. Yo los admiraba. A uno de mis mejores amigos lo conocí ahí, es un enorme fiscal. También había un grupo numeroso de fiscales mujeres, les gustaba organizar cumpleaños y esas cosas de las que huyo en las oficinas.
No tendría mucho de estar en la Unidad, y por andar preocupado por aprender, todavía no me enteraba de mucho. La Fiscalía funcionaba en una casa antigua de la zona uno, allá por la primera avenida, esa que pasa frente al San Juan de Dios, una basílica y va a dar a un mercado informal que inunda la calle.
A una cuadra de ese mercado, dentro de lo que supongo fue la habitación principal, estaba yo, tecleando en un computador amarillento, para contar las historias de dolor que llegaban día con día, y convencer así a un juez de aplicar una solución contra el responsable.
En esa habitación, por la ventana que daba al pasillo, se habrá asomado una de mis compañeras preguntándome si quería colaborar en no sé qué reunión. Recuerdo que me dijo el nombre de una mujer diciendo: es para celebrarle a ella. Me pidió una cuota.
Como todo nuevo, buscando encajar, le di el dinero. No entendía bien para qué. El asunto es que al día siguiente, deberíamos celebrar todos en la tarde, a las tres.
Y así fue. Mis compañeras entraron al siguiente día, entusiastas, y colocaron pino sobre el piso y adornos que ellas mismas habían hecho en las paredes de la Fiscalía. Yo no entendía bien qué haríamos, así que suponía que era una exageración. También llevaron comida y platos desechables. Las pusieron sobre una mesa, en el comedor, al fondo de la casa, donde también estaba la cocina que guardaba un enorme pastel.
Luego nos llamaron a todos. Entonces entendí qué hacíamos. Una de las víctimas, una chica que había sido abusada por su padre con el consentimiento de su madre, cumplía quince años y esa era su fiesta.
Ella llegó con la gente del hogar que la tenía abrigada. Porque también la habían tenido que separar de su familia, vamos, con la mamá por el momento no podía vivir. Se miraba tan frágil. Tan tímida. Y estaba sorprendida: sus ojos la delataban. Brillaban y sonreía.
Mis compañeras hicieron sonar el vals en una grabadora que estaba sobre la mesa y uno de mis compañeros bailó con ella. Aquella postal sigue viva: la pareja bailando y justo al lado, tres habitaciones llenas de procesos. Filas enormes de historias como la de la chica, que a pesar del dolor, se permitía ese día ser feliz.
Se me partió el corazón. Pero la felicidad con la que la chica recibió aquél gesto también alcanzó para mí. No pude decir mucho. Sólo fui testigo de la celebración.
Cuando acabó todos salimos a despedirla. Se la llevaron en una camionetilla con el logo del hogar en el que vivía. Luego, cada quién se fue a casa. Cerramos la oficina.
Cuando llegué a la mía, abracé a mi hijo con fuerza. Ese día entendí que del más profundo dolor, sólo se puede salir aferrándose a la inocencia.
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