Hace un par de años, la cúpula empresarial de Guatemala tuvo el acierto de traer como conferencista principal de su evento más importante -la ENADE 2019- a James Robinson, quién junto con Daren Acemoglu escribieron un libro donde documentan ampliamente la diferencia de desarrollo de los países, con base en las características institucionales que exhibe cada nación. Siguiendo la argumentación de Acemoglu y Robinson, las instituciones económicas extractivas producen un tipo de instituciones políticas de carácter excluyente, que tienden a concentrar el poder en los actores dominantes para reproducir el círculo de la exclusión, lo cual favorece el fracaso del modelo de desarrollo en esos países: la institucionalidad vigente, lejos de alentar la innovación, la competitividad y la productividad de la mano de los más capaces, promueve más bien la mediocridad, la ineficiencia institucionalizada, el clientelismo político y el nepotismo. La desigualdad, desde el punto de vista de esta visión, es consecuencia directa del tipo de instituciones que se han consolidado en un país, y mientras más crece la brecha entre ricos y pobres y se acentúa la desigualdad, mayor el grado de extracción que caracteriza a la localidad, región o país en cuestión.
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Desde el punto de vista teórico, esta visión explica claramente la historia de Guatemala desde la etapa contemporánea hasta nuestros días (1944-2019), marcada claramente por numerosos intentos de transformar la matriz excluyente, autoritaria y racista sobre la que se construyó la Guatemala actual: la primavera democrática del 44 al 54, el establecimiento de la democracia en Guatemala en el período 1982-1985, el proceso de paz que culmina con la firma de la paz en el período 1991-1996, hasta llegar al último de los procesos de transición: el período 2015-2019, que se caracteriza por la lucha contra la corrupción y el rescate de la institucionalidad guatemalteca.
La concepción de instituciones extractivas augura al menos, dos tipos de instituciones: las inoperantes y desestructuradas, ligadas usualmente a las políticas sociales y a la protección de la mayoría de la población; y las instituciones funcionales, aquellas que están diseñadas para garantizar el entorno económico extractivo, las cuales son sumamente eficientes. El ministerio de Salud es un ejemplo de las primeras, y el Banco de Guatemala, de las segundas. En el punto medio de ambos extremos, se encuentran instituciones como la Universidad de San Carlos de Guatemala. Su función social e importancia en la sociedad es innegable en estos más de 300 años de vida institucional, especialmente por las muchas contribuciones al desarrollo del país mediante la enseñanza superior y los múltiples servicios que la USAC presta a través de sus programas de extensión universitaria, labor que fue duramente castigada durante el conflicto armado interno, donde muchos profesionales y estudiantes pagaron con la vida su compromiso con el desarrollo del país.
La importancia de la única universidad estatal, sin embargo, ha ido en detrimento acelerado en los últimos años, debido a varios factores. En primer lugar, al inmenso poder que se le otorgo con la Constitución de 1985, ya que la USAC tiene la potestad de nombrar funcionarios clave en muchas instituciones estatales como la Corte de Constitucionalidad, así como una decisiva participación en varias comisiones de postulación. Esto la ha hecho sumamente vulnerable a la cooptación de intereses externos. Si este atractivo no fuera suficiente, a la USAC se le asignó un aporte constitucional estable de no menos del 5 %, lo que unido a las muchas ventajas institucionales otorgadas sus trabajadores, convirtió a la USAC en un botín demasiado apetecible para ser pasado por alto. Los procesos abiertos en contra de dos rectores en los últimos tiempos demuestran este proceso de deterioro acelerado que preocupa realmente.
Desde el puesto institucional que ejerzo en la Universidad, puedo atestiguar la férrea lucha que envuelve a la institución, semestre tras semestre, debido a que la figura de profesor interino permite a las autoridades convertir a las unidades académicas en un campo de batalla: cada autoridad quiere llevar a sus amigos y allegados, lo que produce no pocos conflictos laborales y políticos que auguran un creciente problema a futuro para la Universidad: el manejo clientelar ha generado una avalancha de demandas laborales que están produciendo un número creciente de reinstalaciones, con un alto costo financiero para la institución.
Lamentablemente, el panorama institucional de Guatemala es amplio y profundamente desalentador, sin posibilidades reales de transformación en el corto o mediano plazo. Esto representa una pesada inercia que condena diariamente a muchos guatemaltecos a simplemente sobrevivir, en medio de tantos infortunios.
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