Para mejor argüir, cito al tratadista Dalmazio Mongillo que refiere de la esperanza como experiencia humana: «Cuanto más experimenta el hombre la precariedad y la temporalidad, tanto más se plantea el problema del futuro. No lo afronta a causa de lo complejo de la problematicidad, sino porque capta el tiempo como una dimensión personal. Y de esta suerte, el hombre piensa en el futuro, se preocupa por él, lo teme, y cuando el presente le resulta angustiante, quiere conocerlo, preverlo, garantizarlo»[1].
En este resumen resaltan para mí dos palabras cuyos significados, crudos y descarnados, he tenido frente a mis ojos cada vez que tuve o tengo contacto con pacientes acometidos por la COVID19. Estas palabras son precariedad y temporalidad.
Analicemos entonces esos significados a la luz de la realidad en nuestro entorno actual.
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La precariedad como carencia de recursos materiales y medios económicos, prevalente en la mayoría de la población guatemalteca, ha empeorado durante la crisis y provocado muchas muertes por esa falta de capacidad para hacerse de aquellos insumos que podrían haber ayudado a sobrevivir a las personas enfermas; y la temporalidad que, como cualidad relativa al tiempo, ha dejado de serla para tornarse en una amenaza que coloca a la persona ante una finitud de su plano de vida.
Ello exige que, quienes hemos pregonado la esperanza durante esta pandemia, tengamos la capacidad de avizorar otros escenarios más allá de las soluciones médicas para seguirla anunciando, porque los científicos ya hicieron lo suyo. Ahora es necesario —para salir de la precariedad y la mala versión de temporalidad en la que caímos— prever y garantizar el futuro. La esperanza basada en las categorías científicas ya la hemos alcanzado. En ninguna otra época calamitosa se logró la producción de tanta vacuna como en esta tercera década del siglo XXI, ante la exigencia de la pandemia.
Entonces, ¿qué nos falta para salir de la angustia y la incertidumbre? A mi saber y entender, avizorar y actuar en esos otros escenarios no médicos. Entre ellos, el desarrollo solidario de la justicia y de la fraternidad entre los seres humanos. Me refiero a esa fuerza unificadora que nos saque de las polarizaciones que solo han agravado nuestras fragilidades.
Con relación a la justicia y la fraternidad, muchas categorías eclesiásticas están en deuda con la población de América Latina. ¡Cuánta falta nos hace la dimensión profética de la iglesia! Percibimos sacristía adentro un silencio absoluto ante la violencia dominadora que se ha aprovechado de la pandemia para sumir en más pobreza a las masas poblacionales. Ese silencio (que no denuncia la injusticia) está provocando que cientos, si no miles de personas, se refugien en sectas donde el compromiso social con el hermano está ausente y muchas otras, aún con cierta madurez alcanzada, comiencen —como síntoma y signo de un espantoso derrotismo— a prepararse para vivir felices en el más allá eludiendo todas sus responsabilidades en el más acá que es su hoy y su ahora.
En vía contraria, sí hay categorías que proveen mucha esperanza y nos pueden servir de modelo a seguir. Una de ellas es la clase académica comprometida con la humanidad. Cito a manera de ejemplo la propuesta del P. Adolfo Nicolás, S.J., con relación al sentido social de las profesiones: «La docencia realmente práctica debe orientarse a la formación de buenos profesionales que, siendo técnicamente competentes, sepan descubrir y vivir el sentido social de toda profesión: el servicio experto a la sociedad en un campo concreto… formar personas “útiles”, es quizás formar servidores. No formar a los mejores del mundo, sino formar a los mejores para el mundo. Con lo que la excelencia de un profesional se mide ante todo con el parámetro del mayor servicio a la familia humana»[2].
¿Qué resonancias nos deja la anterior propuesta? Para mí encarna un modo esperanzador de prever y garantizar el futuro de la humanidad.
Dejo al lector discernir sus respuestas porque la esperanza se puede construir, en cualquier momento y en cualquier lugar.
Éxitos en este año 2022.
[1] Mongillo, Dalmazio. (1974). Diccionario Enciclopédico de Teología Moral. Madrid. Ediciones Paulinas. P.324
[2] Adolfo Nicolás, S.J.: “Misión y Universidad: ¿Qué futuro queremos?” ESADE, Barcelona, España, 12 de noviembre de 2008, p.7.
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