El asunto de un concierto en un parque no tendría por qué ser motivo de escándalo. Sin embargo, este en particular sí lo ha sido porque resulta que en dicho parque está instalado un hospital temporal para atención a pacientes con covid-19, así que, al signo de «silencio; hospital» que suele verse en ese tipo de instalaciones, los organizadores, patrocinadores y participantes del susodicho concierto no le hicieron caso alguno.
Para colmo, la titular del Ministerio de Salud Pública y Asistencia Social (MSPAS), Amelia Flores, afirmó que los involucrados en el concierto de marras no sabían que en el parque había un hospital. La pobre funcionaria, lejos de corregir la metida de pata de quien haya sido responsable de semejante aberración, los presenta como idiotas, pues era imposible que ignorasen que allí funcionaba, precisamente, un centro asistencial para personas afectadas por covid-19.
Pero ¿por qué habría de sorprender tamaño despropósito como ese concierto? Hace poco más de un año, por ejemplo, se organizó un desfile de modas en la zona cero de la erupción del volcán de Fuego, para lo cual, en otro hecho del absurdo, se enviaron invitaciones en contenedores con lo que era o imitaba ser ceniza del coloso.
Hace unos meses las redes también colapsaron por el escándalo de una fiesta organizada en una mueblería. A dicha fiesta a habrían asistido los retoños de funcionarios de gobierno y de las rancias élites nacionales. La famosa fiesta se animó con la presencia de personas pequeñas contratadas como entretención de los enfiestados.
Los tres eventos tienen su origen en el sector privado o empresarial. Muestran una conducta de ausencia de elemental sensibilidad humana y un cúmulo de egoísmo extremo. Son, desde todo punto de vista, la muestra evidente de la cultura del absurdo.
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En el ámbito estatal, sin embargo, también tenemos expresiones del absurdo desde el ejercicio de la gobernanza. Para empezar, está el allanamiento a una casa que fue rentada en Antigua Guatemala para utilizar el baño como bodega de maletas repletas de dinero. En lo que las evidencias ponen de manifiesto, se trata de funcionarios del Ministerio de Comunicaciones del gobierno anterior que habrían arañado 122 millones de quetzales que luego enmaletaron.
En lo que tal parece ser una lógica de funcionamiento de arquitectura institucional, otra dependencia del mismo ministerio, pero en el actual gobierno, desaparece en un pestañazo 135 millones de quetzales. El titular de la Dirección General de Caminos informó en el Congreso que no tenía idea de qué había pasado con el dinero. Argumentó que su firma había sido falsificada y, por lo tanto, con ello pretendió quedar exento de responsabilidad. Un día después, las autoridades del Ministerio de Comunicaciones aseveraron que el funcionario estaba equivocado y que el dinero se había «distribuido» en diversas inversiones.
Hablamos de que en menos de una semana se sabe de dos administraciones distintas de una misma cartera que disponen de cientos de millones de quetzales. Los dos casos juntos suman 257 millones. Cabe observar que con ese dinero se podrían pagar los sueldos de cientos de personas que laboran en el sistema de salud. También cabe preguntarse cuántas remesas se podrían dar a familias precarizadas por las políticas públicas y la voracidad privada, a cuántos infantes se podría sacar de la desnutrición, cuántas personas ancianas empobrecidas podrían tener un respiro a su situación.
Hablamos de que en Guatemala, para danza macabra de la cultura y de la gobernanza del absurdo, resuenan los compases de la corrupción, la impunidad, la voracidad y la miseria humana de quienes han engordado sus bolsillos a costa de la vida de estas personas. Por ende, tiempo es de volver a levantar las voces y de plantarle cara a la desvergüenza para decir al unísono ¡basta ya!
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