Sus otrora pintorescos almacenes, tiendas y restaurantes permanecen cercados mientras sus ventanales siguen ocultos bajo tablas y avisos con mensajes pintarrajeados como «propiedad de minorías», «justicia para George Floyd» o «las vidas negras valen».
Otros negocios se desdibujan entre los escombros, calcinados y en ruinas, mientras varios edificios ya han sido demolidos y se han convertido en espacios baldíos y polvorientos. La amenaza del desplazamiento se cierne ahora sobre muchos propietarios. Tomó varias décadas que este corredor comercial del sur de Mineápolis se revitalizara y representara la exitosa inserción a la ciudad y las contribuciones económicas de cientos de pequeños y medianos empresarios inmigrantes de América Latina y refugiados del este de África. Años de laborioso trabajo convertidos en cenizas en tres días.
Los carros y supermercados, incendiados. El completo repliegue de las fuerzas de seguridad frente al mezquino vandalismo, la destrucción intencional del tejido social del corredor étnico y la formación de grupos de autodefensa civil para proteger y proveer de asistencia mutua a los vecindarios frente al vacío de poder nos recordaron, con estupor, escenas de guerra civil en nuestros países. Automáticamente nos remitimos a situaciones de violencia que ocurren en otros lugares, a sociedades fallidas a miles de kilómetros de distancia, pero sin nunca pensar en Estados Unidos como una de ellas.
Sin embargo, estos días de convulsión social y los condicionantes que la precedieron se encuadran dentro de al menos dos características de una sociedad fallida, según un estudio sobre geopolítica y Estados fallidos. Por un lado, el rompimiento del orden al perder el Estado el monopolio legítimo de las armas, lo que pudo derivar en inseguridad y represión a sus ciudadanos. Por el otro, la incapacidad de dar respuesta a las necesidades básicas de la población al no proveer bienes públicos y condiciones de bienestar.
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En el caso de Mineápolis, ambas características se manifiestan y están concatenadas de manera que presentan un cuadro complejo de gobernabilidad para su liderazgo político. Se trata de un frágil balance entre mantener el orden y la paz social mientras se decide la disolución o transformación del Departamento de Policía, de modo que se ceda parte del monopolio de la seguridad a la gestión ciudadana. Por otra parte, se trata también de responder a las persistentes demandas de políticas sociales que incluyan a las poblaciones de color e indígenas en la redistribución de la riqueza y diseños equitativos de políticas públicas (acceso a educación, salud, vivienda económica, empleos bien remunerados, oportunidades de recreo, etcétera), que han sido postergados y son el caldo de cultivo del descontento social.
Para paliar la crisis —y aplacar este estado temprano de sociedad fallida—, la sociedad civil argumenta que hay que atacar de raíz los determinantes sociales y el racismo que marginan a poblaciones vulnerables y que reproducen patrones de pobreza, exclusión y violencia, resultando en medidas represivas selectivas por parte de la Policía. Reconvertir recursos municipales en bienes públicos como mejores bibliotecas públicas, servicios de salud mental y albergues para los más necesitados, en lugar de otorgar recursos exclusivamente para seguir militarizando la policía, pareciera ser una mejor política a largo plazo. En esa misma línea, Costa Rica, por ejemplo, se ha decantado por inversiones sociales en lugar de tener ejército, y sus índices de desarrollo humano están a la par de los de varios países de ingresos altos.
Con base en mi experiencia en la Guatemala posconflicto, mi única advertencia es que se cuiden de los oportunistas con apetitos antigubernamentales, que terminan privatizando los bienes públicos bajo el argumento de que pueden ofrecer mejores servicios a la población, pero lo único que hacen es concentrar recursos y poder y reproducir el sistema que se quiere desmantelar.
Así, Estados Unidos puede no ser un sociedad fallida per se (si bien su aura de excepcionalidad se desvanece cada día más), pero sí cobija internamente una multiplicidad de sociedades fallidas que a la postre van a seguir cuestionando la viabilidad democrática, la pujanza económica, la competitividad y el liderazgo internacional de dicha nación. Esperemos que esta crisis y la justa proclama de equidad y de justicia racial ofrezcan una oportunidad para cambios sostenibles que generen una renovada gobernabilidad, innoven las instituciones y mejoren la calidad de respuesta social y la democracia a nivel local.
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