Dicen que la nueva normalidad es aprender a vivir con el virus, que la sicosis del contagio permanezca perenne, que la excepcionalidad sea regla, que la gente vaya con la bandera blanca por la calle, que nos convirtamos en una escena de Londres de mediados del siglo XIX, con los señoritos bien tirando monedas a los pobres, que llenan las calles. Que el presidente siempre aparezca agitado. Que las máscaras sean parte de nuestra cara.
¿Cómo nos afectará estar respirando nuestro dióxido de carbono todo el día? ¿Nos volveremos más tontos? ¿Más conformistas, más borregos?
Vivir en un estado de provisionalidad. «Medidas de distanciamiento social» suena tan aséptico, tan indiferente como la muerte, que es tan guatemalteca como tú. Siempre hemos tenido distanciamiento social. Siempre nos han tenido a nosotros en ese distanciamiento. No te creas tan especial: ellos también te ven como tú miras al de bandera blanca. Este país les pertenece a muy pocos. Yo… nosotros estamos a 15 días, a medio mes de estar en camino a la exclusión social.
Estamos solos. No habrá bolsas solidarias ni setenta y cinco quetzales ni representantes del pueblo ni tarifas sociales. Estamos solos y solo queda agarrar al de al lado para que no se ahogue. Vendrán rifas, donaciones, fundaciones, fotos y canciones como himnos patrióticos en las cuales exaltarán a su dios, a las bendiciones sobre este país, a sus volcanes, a sus plantaciones, a sus edificios en imponentes tomas aéreas, pero nosotros seguiremos siendo precarios.
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Estamos a una enfermedad de caer en la insolvencia, a una carta de despido para no poder afrontar el colegio de pago, a una notificación de que nos rematen la casa, de que nos quiten el carro, para que tengamos que ponerle más agua al caldo.
Nunca fuimos un país. Somos un asentamiento humano, un experimento social, seres desorganizados que tratan de vivir día a día, creyendo pertenecer a algo, pero pertenecemos a alguien. A ese que veta leyes, que dicta normas, que derrama lo que le sobra, que ha utilizado siglas durante siglos para no usar sus apellidos porque eso es de mal gusto. Resentido, te dirán, me dirán. Por qué no agradeces lo que tienes, te preguntan, pero las preguntas no las hacen ellos. Las haces tú por ellos.
Tenemos que vivir siempre con esa opresión en el pecho, haciendo cuentas mentales, tratando de sonreír, de no mostrar en tu casa, a tus hijos, a tu esposa, el pánico que sientes cada semana al no poder hacer lo que tienes que hacer para llegar a fin de mes. Que después de abril viene mayo y que todo pasará o no, pero vendrá mayo y con él las lluvias y una lejana primavera que nunca fue eterna aunque lo digan los locutores que después pueden ser presidentes y ejecutores de sus designios: paje, lacayo, escudero, criado, diputado.
¿Hacia dónde podemos escapar si no es hacia dentro?, preguntaba hace unas líneas. No hay paraísos ni dioses ni opiáceos ni licores ni saldos bancarios ni caobas convertidas en muebles. Solo puedo escapar hacia mí, hacia los que tengo al lado, los que me acompañan en este andar con sentido. Un escape hacia el abrazo y pedirles perdón por esta cara larga que te cargo todo el día, pero no he podido dormir bien y me quedo pensando en estas cosas pandémicas. En fin, perdón.
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