Esta es, más o menos, una historia real. No está completa por no haber estado presente y porque se trata del recuento incompleto de un testigo.
Un fin de mes, el protagonista fue de compras al supermercado. Llenó una carreta con provisiones, fue a la caja y pagó. Al frente, entre la cintura del pantalón y la piel, llevaba un adminículo de cuero donde guardaba la chequera, la tarjeta de crédito, fotos de sus hijos, los documentos personales y el sueldo del mes.
Repartió las bolsas en dos manos. Salió, caminó algunos pasos y se detuvo. Parecía darse cuenta de que había subestimado la carga.
De la nada apareció un hombre grandote que resultaría ser un ladrón y que al inicio solo fue una persona que le hizo un medio círculo desde atrás hasta quedar de frente.
En un movimiento rápido y sorpresivo, el hombre tomó el botín, que se delataba a sí mismo al exponer medio cuerpo fuera del pantalón. Cuando lo hizo, ya iba en carrera.
Es sabido que los ladrones experimentados son medio sicólogos. Conocen las reacciones que sus víctimas pueden tomar. Las estudian. Como los depredadores de la selva, no atacan a la mejor presa de la manada, sino que van por una débil: una hembra embarazada que se mueva con dificultad, un animal que cojea, un cachorro desprevenido.
Luego del ataque sorpresivo hay una fracción de tiempo en la que la presa no responde. A esto seguirá la reacción del resto de la manada, y su primer instinto natural es escapar. Sorpresa, corto titubeo y largo titubeo. Miedo. Es con esto con lo que cuenta el depredador.
El ladrón del supermercado posiblemente repetía este protocolo. Además, tenía a favor que su presa debía bajar la pesada carga, colocarla con cuidado en algún sitio seguro (no fuera que se le quebrara o, peor aún, que se la robaran) y hasta entonces pensar qué hacer para recuperar la cartera.
Para sorpresa de los testigos, su reacción fue otra.
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Como si se tratara de una acción practicada cotidianamente, nada más abrió las manos y salió corriendo tras el ladrón.
Al suelo cayó la despensa, con estruendo de latas, botellas de vidrio, bolsas plásticas que se revientan en una caída. No conozco el sonido de una treintena de huevos quebrándose conmocionados, pero cuentan que también se escuchó.
Y cuando los presentes apenas terminaban de procesar los hechos y conectarlos para concluir que se trataba de un vulgar robo, el depredador ya había sido cazado.
El cliente lo empujó por los hombros, lo derribó hacia adelante y de una patada lo dejó boca arriba antes de que tocara el piso. Le arrebató lo robado, lo colocó en su lugar con una mano y con la otra ya le descargaba la primera trompada. Luego de tres o cuatro golpes comenzaron los gritos. ¡Policía! ¡Policía!
Como el protocolo se había alterado desde el segundo paso, no hubo tiempo de gritar primero ¡ladrón!, ¡ladrón!
¿Sabe quién gritaba más fuerte llamando a la autoridad?
Pues el ladrón. Y el cliente gritaba: «¡No la llamen! ¡No la llamen, por favor! ¡Solo déjenmelo!».
Con la velocidad propia de un guardia de supermercado, cuando se llegaron al cliente, el ladrón ya sangraba de boca y nariz. Y nadie juntaba el valor para acercarse por detrás y contener al cliente. No fuera que también se llevara algo de propina.
Al final, el ladrón quedó sentado en la banqueta, sollozante, custodiado y a la espera de la policía.
El cliente regresó a sus paquetes, calculó sus pérdidas, desocupó la bolsa del cartón de huevos y metió otras cosas que se habían roto. Lo colocó en la basura y se marchó.
Al pasar frente al testigo que me contó la historia, le dijo: «Lo que tengo en la bolsa de cuero vale mucho más que lo que llevaba en las manos».
Y ya que me acompañaron hasta aquí, pensemos que la cuarentena de covid-19 es como las bolsas que llevaba el cliente. La decisión correcta fue soltarlas, a pesar de la pérdida, para proteger lo que más valía. ¡Quédese en casa! ¡No arriesgue su vida y la de otros!
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