Es inevitable que sea de esta manera, y lo aceptamos tácitamente por razones prácticas: es necesario simplificar para que los demás nos comprendan. En el proceso de simplificación nos ahorramos detalles, matizaciones, bifurcaciones, paradojas que habitan en nosotros. Además, en última instancia, aceptamos los espacios vacíos que dejan las pequeñas mutilaciones, ya que de esta manera nos hacemos comprensibles a nosotros mismos, salvaguardamos una coherencia entre quiénes hemos sido, quiénes so...
Es inevitable que sea de esta manera, y lo aceptamos tácitamente por razones prácticas: es necesario simplificar para que los demás nos comprendan. En el proceso de simplificación nos ahorramos detalles, matizaciones, bifurcaciones, paradojas que habitan en nosotros. Además, en última instancia, aceptamos los espacios vacíos que dejan las pequeñas mutilaciones, ya que de esta manera nos hacemos comprensibles a nosotros mismos, salvaguardamos una coherencia entre quiénes hemos sido, quiénes somos y quiénes queremos ser. Porque lo que está en juego es el sentido de nuestras vidas, es la aceptación de un pasado ennoblecido —entendido como la razón de ser de tu presente— y la esperanza que habita en un futuro al que se pretende arribar. Una comprensión lineal de la vida en la cual introducimos paréntesis para dejar a un lado sucesos excepcionales que no guardan una directa relación con esa pequeña coraza ficcional que hemos ido construyendo a lo largo del tiempo y que resumimos en mi historia.
Con la historia nacional ocurre algo similar. Y cuando me refiero a historia no hablo de la historia científica, que utiliza métodos y fuentes que aseguran su estatus de ciencia social. Hablo más bien de la narrativa nacional. Claro que los libros rigurosos y los textos académicos modifican nuestra comprensión histórica o, mejor dicho, nos brindan una correcta comprensión histórica. Pero a la ciencia habría que sumarle la creencia, el apego, el sentimiento, la tradición, los productos culturales, las historias orales, que de cierta manera reproducen una interpretación histórica, una posición ante ella y —sobre todo— en ella con la que las personas conviven. Todo ese proceso dinámico e inevitable modifica nuestra comprensión de quiénes hemos sido, quiénes somos y quiénes queremos ser a través de la adición de ciertos elementos y la supresión de otros. Esto no lleva al falseamiento histórico porque, en definitiva, toda historia es parcial, porque en toda historia conviven contextos y decisiones personales, hechos verificables con interpretaciones.
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El problema viene cuando las historias narradas pretenden ser utilizadas para producir una interpretación forzada e interesada, un falseamiento. Es como cuando una persona explica que sus fracasos amorosos son consecuencia de la maldad ajena o del egoísmo contemporáneo y omite sus propias infidelidades. Este breve ejemplo no representa una historia parcial ni subjetiva, sino simplemente es una grandísima y poco elaborada mentira. Y mentirosos son aquellos que no prestan atención a los hechos, los que a base de repetición pretenden imponer otro relato, los que confunden deseo con interpretación. Y es algo parecido a lo que están haciendo los que forman parte de la mal llamada Comisión de la Verdad: un nombre que, por otra parte, no deja de traerme reminiscencias de un pasado orwelliano que jamás deja de ser presente. En dicha comisión —que expertos en la materia consideran ilegal— se intenta hacer un penoso esfuerzo por establecer la historia de las supuestas víctimas de la Cicig —entre ellos, prófugos de la justicia, criminales y demás— para crear un relato ni siquiera con hechos alternativos, sino con los verdaderos.
Al igual que en cualquier otra disputa nacional, como puede serlo el tema del genocidio en Guatemala, se libra una batalla por la instalación de una narrativa que permita ciertos comportamientos o que justifique ciertas injusticias. El presidente del Congreso, Álvaro Arzú, y sus compinches lo han entendido de maravilla. Unos políticos nefastos y viles que se creen en capacidad de juzgar el trabajo de periodistas, aquellos que los fiscalizan. No me cabe duda de la bajeza que ellos representan y de lo poco que les importa. En esa lucha por establecer esa narrativa se burlan de medios que no reproducen su visión inmoral y aplauden otros que son menos críticos. Lo más triste fue ver a una periodista del medio premiado orgullosa por el nombramiento. Estoy seguro de que habrá individuos que a pesar de todas las dificultades desempeñen una buena labor periodística en ese medio, entre ellos ella seguramente. Y merecen ser reconocidos. Pero ser top of mind (lo que sea que eso quiera decir) en el Legislativo más cuestionado no es un reconocimiento. La pluralidad de interpretaciones y de historias es relativamente sana en una democracia, pero no lo es la mentira a la que nos hemos acostumbrado.
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