El día es gris, y eso no es una novedad en San José, que, como casi todas las ciudades de la región, tiene sus virtudes, vicios y pecados. Entre los últimos está la lluvia, y entre las primeras, las sonrisas de su gente, que no transpira el miedo de quien camina en otros lugares del istmo. Los vicios los aporta cada quien, pues siempre encuentran terreno fértil para crecer sin importar en qué circunstancias.
Cinco reuniones después reviso mis anotaciones bajo la luz de una lámpara que ...
El día es gris, y eso no es una novedad en San José, que, como casi todas las ciudades de la región, tiene sus virtudes, vicios y pecados. Entre los últimos está la lluvia, y entre las primeras, las sonrisas de su gente, que no transpira el miedo de quien camina en otros lugares del istmo. Los vicios los aporta cada quien, pues siempre encuentran terreno fértil para crecer sin importar en qué circunstancias.
Cinco reuniones después reviso mis anotaciones bajo la luz de una lámpara que podría tener algo más de potencia —nunca entenderé el gusto de los diseñadores de habitaciones de hotel por las luces tenues— mientras me hacen compañía los Stoned Jesus con un versión remasterizada de Insatiable King (2014).
Mis apuntes empiezan con las palabras «crisis fiscal», que subrayé por su repetición continua y que contienen la caracterización de un grupo de migrantes: jóvenes con educación universitaria que en algún punto llegaron por oleadas o solos. Muy distintos al tradicional flujo de los trabajadores no calificados que aún llegan buscando empleo como jornaleros agrícolas.
El lenguaje de estadística ayuda a digerir las historias personales de una generación entera que tuvo que escapar con lo puesto para salvar la vida y empezar una transición entre casas de seguridad, cruzar la frontera —por pasos ciegos o puestos migratorios, dependiendo de quién tenía documentos— o solicitar refugio para, en más de un caso, vivir en condición de calle —un eufemismo tan brutal que no requiere otra descripción gráfica que mirar desde la ventana del auto los bultos cubiertos con cartones que se agrupan sobre las aceras en las calles de Los Yoses—.
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La estadística, en este como en otros casos, ayuda a darle un sentido de normalidad a aquello que es profundamente anormal: gente huyendo de lo que alguna vez consideró su casa en busca de refugio.
En mi cabeza están las imágenes de otros migrantes —venezolanos en este caso— buscándose la vida en el parque El Ejido, en Quito, y de la xenofobia saliendo por los poros de los ecuatorianos que decidieron olvidar que hace poco ellos también fueron migrantes recogiendo cosechas en Extremadura. Recuerdo también la vehemencia de un militante de izquierda que, desde la superioridad moral aprendida en los 70 en alguna escuela de ciencias sociales en Tegucigalpa, le asignaba a cualquier migrante venezolano una categoría subhumana por ser opositor político del régimen de Maduro.
Mientras tanto, la televisión trae las imágenes de una persona cubierta en una banda presidencial, quien parece haber saqueado alguno de los museos vecinos al Congreso en La Paz en busca de la Biblia más grande y vieja posible —o de algo que tenga un aspecto semejante: un libro viejo, de grandes proporciones— para darle un símbolo a su fundamentalismo y quien, más allá de lo siniestro, muestra cómo el péndulo va oscilando con violencia.
Termino estas líneas mientras escucho The Ghost Song y recuerdo una tarde hace pocas semanas en un tren que viajaba a 160 kilómetros por hora, con vista a los bosques de árboles amarillos que comienzan a perder sus hojas y a las casas nórdicas de paredes rojas bajo la suave luz del otoño. Morrison dice: «Thank you, oh, Lord, for the blind white light». Y el día ya está al otro lado de la ventana.
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