En uno de esos incómodos eventos sociales a los que todavía vas porque no has terminado de aceptar que la vida es muy corta para hacer lo que uno no quiere hacer, vi otro rostro tímido que desencajaba al igual que el mío, un rostro además conocido en el que, libras más, libras menos, reconocí el cariño de los años que compartimos en el colegio. Extraño fue sentir que los años no habían pasado y, aunque mi prematura calvicie lo desmintiera, que continuábamos una conversación anterior. Sin rodeos a la pregunta «¿cómo estás?», él se abrió sin reparos y con toda naturalidad confesó que su recorrido hasta ahora no había sido bueno. Sospechaba que las cosas no eran como nos las habían dicho y estaba convencido de que la vida después de la infancia consistía en una serie de desilusiones apiladas una tras otra. En él crecía la sensación de haber hecho todo lo que debía hacer, sin mayores resultados, y que, además, continuaba desorientado.
Yo compartía parte de su sensación, pero, para no aminorar el ritmo de la conversación, le pregunté por qué había prestado tanta atención a los consejos de los demás. Me respondió que cuando era menor imaginaba que los mayores —las personas experimentadas— no se equivocaban. En el fondo, ante la presión que impone el hecho de que la vida sea solo una y no se puede desperdiciar, deseaba tener la certeza de que escogía el camino correcto. Por ello estudió la carrera recomendada, construyó sus relaciones sociales, iba a misa los domingos, etc. Rápidamente se dio cuenta de que el consejo ajeno iba en detrimento de su autenticidad, de que este lo tenía enjaulado viviendo la vida de alguien más, hasta que dio con el consejo de sus amigotes, que le decían con insistencia: «Vive tu vida y no te arrepientas de nada» (que tampoco fue de gran ayuda). En ese momento vi que en sus ojos tristes se ocultaban arrepentimientos que pesaban, pero que al mismo tiempo convivían con el orgullo de haber bailado lo bailado detrás de una sonrisa maliciosa. Fumó su cigarrillo y empezaron las historias.
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Desorientado, se propuso llegar hasta lo más puro de las experiencias, vivirlas todas y lo más rápido posible. Tenía prisa, pues la desesperación aumentaba. Al final, de cada situación siempre aprenderemos algo, ¿no?, me preguntaba. Improvisó en su vida hasta que no quedó nada fuera del vivir. Intentó ser —en el presente, el pasado y el futuro— mentiroso, honesto, santo, borracho, inteligente, vago, trabajador, rico, bohemio, dandi…, el deseo absoluto, hasta que se agotó y regresó al mismo punto donde había empezado. Lo único que aprendí, me dijo, es que la vida es un camino recto en el que hay que seguir pedaleando sin parar porque, si no, corres el riesgo de caerte. Así es como los adultos lo hacen: no saben quiénes son ni qué hacer, actúan como si lo superan y lo siguen haciendo.
Llegó la ronda de tequilas que no supe rechazar y ante mi silencio se despidió.
El ciclo de la vida me parece la expresión más adecuada para explicar en qué consiste esta. Pero no solo es nacer, crecer y morir una vez, como lo dice la biología. Cada día nacemos, tenemos la oportunidad de crecer y en la noche llegamos a morir, a poquitos. La vida es circular: termina donde empieza. No es un camino recto con indicaciones en el que pedaleamos para llegar hacia algún lugar. Se parece más a un paseo: salir de casa, ir al parque, para luego volver. O a la subida de un volcán: una subida temporal que habrá que bajar, en la que das dos pasos y retrocedes uno cuando te hundes en la tierra. Por eso no todas nuestras preguntas tendrán respuesta y existen pocas sugerencias para dar esta vuelta. La experiencia vital puede ayudar, pero únicamente la que nace de una reflexión honesta, no la que se vive porque sí. No obstante, en la mayor parte de los casos no nos podremos aferrar a ella porque, como dijo un profesor, la experiencia es el peine que te llega cuando ya estás calvo. Más vale seguir lo que dicta tu conciencia, aceptar la incertidumbre, abrazar la desorientación, atreverte a ser auténtico. En un círculo no se avanza ni se retrocede, sino siempre se vuelve adonde se empieza.
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