Aquí en Guatemala, y en la mitad de Centroamérica, parece que nadie valora el milagro de la vida. Esa cuestión tan sagrada que un ser humano viva en el planeta Tierra en el siglo XXI. Porque vender caro el precio de la muerte, o salvaguardar la vida invirtiendo todas nuestras energías y todos nuestros recursos para protegerla, no debería ser una alternativa, sino la única vía.
Después de un siglo XIX durísimo de expropiaciones de tierras y dignidad a los guatemaltecos indígenas y una s...
Aquí en Guatemala, y en la mitad de Centroamérica, parece que nadie valora el milagro de la vida. Esa cuestión tan sagrada que un ser humano viva en el planeta Tierra en el siglo XXI. Porque vender caro el precio de la muerte, o salvaguardar la vida invirtiendo todas nuestras energías y todos nuestros recursos para protegerla, no debería ser una alternativa, sino la única vía.
Después de un siglo XIX durísimo de expropiaciones de tierras y dignidad a los guatemaltecos indígenas y una segunda mitad del siglo XX durísima de represión extrema a todas las demandas de justicia social y dignidad, de respeto a los derechos de los humanos, hay alguna explicación para ese desprecio que tenemos como sociedad por la vida y la dignidad de cada uno de nosotros.
Pero no podemos continuar con esto. La facilidad y la aceptación de la portación de armas de fuego hace que un bocinazo o una cruzada de miradas pueda desembocar en una balacera y la pérdida de vidas. 6 mil vidas anuales.
Alberto Arce nos presenta en Plaza Pública desde hace una semana en una serie de reportajes el drama del hambre en un país fértil y exportador de alimentos como Guatemala. Por la injusticia social. Otras 6 mil vidas anuales.
La estupidez de llegar pronto para asegurar pasajeros y el menor tiempo posible en un país lleno de curvas en las carreteras, la irresponsabilidad de conducir ebrios o sin cinturón de seguridad, y la indiferencia de las autoridades municipales y nacionales aumentan la cifra. Accidentes que deberían nombrarse como imprudencias. Otras 2 mil vidas anuales.
Las condiciones, que empeoran con el cambio climático, hacen que las carreteras mal hechas por la corrupción de diputados, funcionarios, empresarios contratistas y supervisores nos quiten otra cantidad de vidas. Centenares cada invierno. Y el poder judicial, los medios de comunicación y los ciudadanos, acuden pasmados al espectáculo sintetizado en la discusión del presupuesto nacional en Comisión de Finanzas del Congreso, que en noviembre se dispone a pagar con obras las deudas de campaña con los corruptos financistas anónimos.
Y para amarrar el paquete, la desigualdad. Los más pobres son los que sufren más por este irrespeto por la vida. Si la élite tradicional y la nueva élite emergente se dieran cuenta que acumular el 20 por ciento de los ingresos del país en el 0.5 de la población o el 70 por ciento de la tierra cultivable en el 2 por ciento de la población no es dignificar el valor de la vida sino despreciar la del resto de ciudadanos. Es uno de los dos ingredientes principales para este cóctel de muertes baratas; el otro es la indiferencia y la anomia del resto de ciudadanos.
Peor aún, la tragedia nos hace olvidar lo elemental: que la vida es, al final de cuentas, para la alegría.