Esto obliga a unos a depredar, a otros a usar la fuerza o la violencia y a otros a defender por sus medios lo que tiene. De ahí la importancia de recuperar un orden social, una estructura que procure ese orden y un Estado que exista para el bien común. Ese es probablemente el objetivo principal de una democracia liberal. Rescatar la democracia implica el rescate de nuestro sentido de comunidad en función de elementos que favorezcan principios mínimos de convivencia y de bienestar humano en un marco de libertad: que nos veamos como miembros articulados de una sociedad plural con objetivos comunes, no como islotes errantes luchando entre sí por sobrevivir.
Ni verticalismos totalitarios ni anarquía caótica. Una república democrática que respete el imperio de la ley y los derechos humanos, que respete la sana división de poderes y procure la libertad individual.
Sin embargo, el presidente, que debería ser el llamado a buscar la armonía, el orden, la concordia y la unidad, se ha caracterizado últimamente por crear división y discordia, por convertir la lucha por la justicia en la enemiga de la nación y por atrincherarse en su cuartel de impunidad. Sin liderazgo real, el presidente sigue siendo el fantoche de poderes paralelos que lograron posicionar su figura en el poder formal.
Es evidente la improvisada gestión del Organismo Ejecutivo, así como del gabinete.
El nuevo ministro de Gobernación, encargado de la seguridad pública, viajó a Washington presuntamente para hacer lobby contra la Cicig, cuando no es esa su función. Mientras tanto, en una semana se asesinó a tres líderes comunitarios de una organización civil con mucha fuerza política de oposición al Gobierno sin que se responsabilice a nadie de estas acciones.
Una canciller que no entiende de diplomacia ni cuenta con una agenda clara de relaciones internacionales favorables al país mostró incapacidad en cuanto a la coordinación de donaciones para la tragedia del volcán de Fuego. Aparentemente se la ha pasado más en viajes de placer, visitando al papa, con nuestros impuestos. Mientras tanto, la niña Claudia Gómez fue asesinada de un balazo presuntamente por guardias fronterizos en Estados Unidos. No se ha responsabilizado a nadie de semejante atrocidad.
Un ministro de Ambiente que en su corta gestión es señalado de usar un helicóptero para ir a 30 kilómetros de distancia a votar en la consulta popular, lo cual costó 72,000 quetzales. Se le acusa de tener vínculos con empresas hidroeléctricas que podrían estar falseando estudios de impacto ambiental y de dar puestos a exesposas y amigos. El ministro es protegido por los diputados, que ni siquiera evalúan su gestión pública. El deterioro ambiental en Guatemala es rampante, como los miles de peces muertos que aparecieron en la laguna de Mesá, Retalhuléu. El ministro de Ambiente debe responder por la destrucción de biodiversidad y de ecosistemas en el país. No lo hace.
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Esto no es cuestión de ideologías políticas. En realidad, lo que se evidencia es que estos personajes han llegado al Gobierno para usar el aparato estatal como su máquina de impunidad y generar beneficios para sí, sus allegados y sus mecenas, como la Avemilgua y los empresarios que reconocieron su delito.
El problema es que esto seguirá sucediendo hasta que nosotros, la ciudadanía, comprendamos la importancia del poder ciudadano en una democracia. La autoridad de la gente identificada como un cuerpo social común es fundamental. Debemos rescatar el demos para dejar de ser una pistocracia [1] individualista y ser una nación con una ciudadanía libre y próspera.
La ignorancia es la mejor arma para la impunidad y la corrupción. Con la ignorancia se manipula y se distrae. El pseudolíder magisterial, que es otra pieza de este sistema corrupto, debe ser removido del sindicato por una nueva generación de maestros comprometidos con la integridad y la dignidad humana en su labor educativa.
Si el temor a ser encerrado y enjuiciado no es suficiente, la ciudadanía es el juez último para un grupo de poder y para un político.
Ante la última tragedia, hemos evidenciado que como ciudadanía tenemos virtud, coraje y dignidad, que deben ser los catalizadores para castigar a la estirpe corrupta a través de nuestro rechazo y condena social. Eso no excluye el castigo legal en tribunales, así como el castigo político que podamos darles en las urnas a quienes nos han traicionado.
Deconstruyamos hoy el sistema de valores prevalentes en nuestra sociedad.
Viene una generación de jóvenes que han despertado y saben que esta no es la realidad en la que quieren vivir. Esa generación que se comunica abiertamente en redes y en tiempo real, que no teme, que no espera a que alguien salga a decirle qué hacer, sabe que el planeta y la humanidad no aguantan mucho más en las actuales condiciones. Esa generación es una verdadera esperanza que puede articular salidas a largo plazo para el país, que ya no puede sostener un gobierno más de improvisaciones exitosas y que por estas se ha mantenido en una espiral de caos.
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