Así que te levantas y sabes que a tu hija le pondrás Malena porque te gusta cómo suena, porque cantará el tango como ninguna y porque quieres que sea una mujer fuerte como el personaje de Almudena Grandes. A partir de esa decisión puedes joderle la vida a una persona. Los psicólogos saben de eso. Llamarse como el padre, como el abuelo dominante, como el hermano muerto años antes o como el artista islandés de moda condiciona una vida.
Quisiera trabajar en la Cicig o en el MP como consultor solo para ponerles nombre a los casos. Hay nombres afortunados y poéticos como Bufete de la Impunidad, Cooptación del Estado, Lavado y Política, Corrupción y Construcción, Caja de Pandora y La línea, que le imprimen un dramatismo y tono a la narrativa delincuencial de políticos, funcionarios, abogados, exministros, banqueros, remeseros, constructores, alcaldes, militares, prisioneros, narcos, diputados, expresidentes. Las historias se revelan con nombres, fechas y apellidos. La realidad se hace ficción. La ficción se hace expediente judicial.
Muchos novelistas y directores dicen que ellos siempre cuentan la misma historia y que solo la visten de forma diferente o se sitúan cada vez en un punto de vista distinto. Guatemala siempre cuenta la misma historia: despojo impune. Cualquier protagonista o colaborador busca apropiarse violentamente de bienes que están destinados a la sociedad en su conjunto.
Guatemala desigual, la desnutrición, la muerte, el retraso, la tristeza, la frustración, el desempleo, el hambre, la migración, el aislamiento son el epílogo de cada historia Cicig. El sesenta por ciento de los guatemaltecos lo saben. Son pobres. Son extremadamente pobres. Viven con siete o hasta quince quetzales al día. Y los protagonistas de nuestras historias ríen desde edificios con amenidades, con vista a la montaña a cuyos pies se apilan los otros, los ajenos, los no ciudadanos.
Después vienen eventos de verse el ombligo y de nombrarlos «infraestructura para el desarrollo», que no deja de ser un título irónico para los tiempos que corren. Y se olvidan de los últimos treinta meses o de los últimos doscientos, quinientos años. Visitas a medios, declaraciones y mensajes que nos dicen: «Hay que cambiar el modelo de hacer negocios con el Estado». Pero el mensaje subyacente es: «Todo está bien. No pasa nada. No nos amarguemos con historias pasadas. Los procesos judiciales frenan el desarrollo, alejan la inversión, encarcelan al emprendedor». Discursos que hacen dudar al incauto y dan discurso a los rufianes. La corrupción es mala, pero es peor el fiscal que mete preso al corrupto o el extranjero inclemente que nos pone nombre y ese nombre no nos gusta.
De repente te ves delante de una hoja en blanco y debes poner nombre a lo que sientes o a lo que ves o a lo que intuyes, pero te quedas sin palabras cuando, abrumado por una red tan extensa y poblada de mezquindad que llena todo espacio, sabes que lo único que te queda es llamar las cosas por su nombre y te sientes como Charlton Heston en la escena final de El planeta de los simios, cuando se da cuenta de que de su mundo no queda nada y grita: «¡Lo han conseguido! ¡Los maldigo! ¡Los maldigo a todos!».
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