Es más complicado abordar el problema de cómo garantizar su buen funcionamiento, pasando por la justa distribución del conocimiento y la libertad de expresarse y disidir, pero también por la habilidad de dialogar y debatir. Y todavía más difícil hacerlo en el contexto de un país con fuertes recelos y divisiones como Guatemala. Pero, como decía Leonard Cohen: «Hay una grieta en todo. / Así es como entra la luz».
Veamos los ejemplos: el voto británico por salir de la Unión Europea (brexit) fue más claro sobre a qué se oponían los ciudadanos británicos que sobre la alternativa a la cual encaminarse. El acuerdo de paz entre el Gobierno colombiano y las FARC perdió por escaso margen y mostró una fuerte polarización entre los sectores sociales del país. La elección-fachada en Nicaragua fue ganada sin fraude, pero solo a raíz de la destrucción del funcionamiento democrático de la política nacional. Y luego está Trump, que aterriza en la Casa Blanca montado en una ola de ira popular entre los estadounidenses ordinarios (tremendo paralelo con nuestras propias elecciones de 2015).
Trump capitalizó el sentimiento de muchos estadounidenses de sentirse abandonados o traicionados por el sistema político: con escasa movilidad social, el sueño americano no se ha traducido más que en un par de centavos de mejora salarial. Esto y que Hillary Clinton fuera una candidata menos que ideal hay que entenderlo con claridad, sin perjuicio de denunciar el discurso de Trump como oportunista y deleznable. Pero que los sectores urbanos y liberales (con todo y su mayor nivel de educación y participación en igualdad de mujeres, afroestadounidenses, LGBT y otras minorías) desconozcan a sus pares con menos suerte ayuda poco a contrarrestar el efecto del magnate-vuelto-rey. Este es el país en el que viven, aunque no lo conozcan.
Aquí vemos que las urnas, claro está, juegan un rol importante para expresar y hacer efectivo el proceso de razonamiento público, pero son solo una parte de cómo la sociedad democrática funciona. Tanto como ello, es necesario que exista eso que John Rawls llama «el ejercicio de la razón pública»: cuando los ciudadanos deliberan, intercambian visiones y debaten las razones por las que toman ciertas posturas. Y para ello se requiere una combinación de libre expresión, acceso a la información (que a menudo no existe) y la capacidad de utilizar esta correctamente (que es aún más escasa). Es por ello que salir a tildar a todos los votantes de Trump de misóginos, racistas e ignorantes difícilmente resuelve el problema de fondo.
Es verdad. Muchos de los votantes del brexit, del no en Colombia y de Trump no contaban con información veraz y relevante para razonar su voto. Pero el ambiente actual es más complicado que la simple ignorancia: nos hemos atrincherado en nuestras burbujas de privilegios, intereses, ideologías políticas y sesgos cognitivos e impedimos que la democracia funcione como el gobierno por deliberación que debería ser.
Compartir enlaces que se burlan de una caricatura del otro con quien no compartimos visión no implica que seamos más informados, solo que somos cretinos incapaces de ver el lugar de nuestra contraparte. Las redes sociales ayudan poco al aislarnos en burbujas virtuales y apalancar la visibilidad de material irrelevante y tendencioso a cambio de obtener más clics.
Para que los ejercicios de voto popular funcionen, deben acompañarse de un elemento central de debate y razonamiento público que hemos perdido. Aterrizar este tema en Guatemala implica pensar en las elecciones pasadas, en debates polarizados sobre los derechos de la mujer, sobre los derechos de minorías sexuales y sobre indígenas y el desarrollo rural, entre tantos otros. Incluso, en algo más concreto como el enfrentamiento reciente entre vendedores informales y la Municipalidad adoptamos blancos y negros y cerramos las puertas a los humanos grises.
La política es una promesa, como indica el título de uno de los ensayos de Hannah Arendt. La filósofa, que en sus mismos escritos criticó los fallos de la democracia representativa, compartía una creencia optimista en el potencial de cada persona de actuar, iniciar, crear, resistir y proyectar, una condición básica para la democracia. Pero para esto se requiere que cada uno pueda expresarse libremente en la esfera pública y encontrarse, no solo confrontarse, con los otros.
Es difícil, sobre todo cuando se elevan los ánimos, insistir en la importancia de la razón. Pero es que, incluso cuando enfrentamos la cólera, la rabia y la ceguera involuntarias, hay que recordar que los prejuicios típicamente se justifican bajo alguna forma de razonamiento débil y arbitrario como pueda ser. Y aunque cueste, el mal razonamiento se puede arreglar con mejores argumentos y empatía. La democracia es una promesa también, pero el cumplimiento depende de nosotros.
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