Evidentemente hemos perdido la capacidad de sentirnos afectados por la muerte. Quién sabe si esto sea lo que nos salva de entrar en un estado de locura, o bien si esa insensibilidad sea ya la locura misma del aire que respiramos. Lo cierto es que quienes permanecemos como espectadores diarios de la violencia podemos encontrar casi una excusa para cada una de estas muertes. Muchas de estas corresponden a jóvenes de escasos recursos, así que nos conformamos con un «en algo andaba metido» y nos parece lógico que su vida termine de esa forma. Y así escuchamos una noticia tras otra mientras seguimos tomando el café de la tarde con una champurrada sin sentir un nudo en la panza.
Hace unos días tuve la oportunidad de ver el documental El cuarto de los huesos, de Marcela Zamora, el cual rescata la parte humana de la muerte y la violencia. Allí los cadáveres dejan de ser un número que se suma a la estadística mensual acostumbrada y pasan a ser cuerpos humanos despojados de vida, cuya pérdida traza un drama particular, pero a la vez compartido, de familias destrozadas.
El cuarto de los huesos retrata la titánica labor del equipo de Antropología Forense del Instituto de Medicina Legal de El Salvador en medio de penosas carencias, donde se cruzan los caminos de muchas madres que buscan los restos de sus hijos, hijas y nietos desaparecidos por la violencia actual de ese país. Ese pequeño cuarto donde se guardan los huesos se parece tanto a las historias de nuestros países que me asusta:
Aquí se reencuentran, sin treguas, pandilleros de la Salvatrucha con pandilleros del Barrio 18 y sus víctimas. También hay huesos que hablan de otros huesos, los de los migrantes que retornan calavera. Aquí se condensan tres de las más grandes tragedias del país. Son nuestros huesos de la guerra y de la paz, huesos que surgieron para gritar lo que ocurrió antes y lo que ocurre ahora.
Fragmento de la narración del documental
En ese cuarto, las vidas que ocuparon esos cuerpos inertes no son juzgadas. Tan solo se busca poder regresarlos adonde pertenecen, a sus familias, y hacernos creer que algunas veces existe la justicia. Porque «en este país encontrar el cadáver de tu hijo también puede ser un alivio». Al terminar la proyección, la sala de cine albergaba un sollozo colectivo.
El documental recuerda la importancia de recuperar lo humano, que se pierde en medio de la violencia cotidiana convertida en grandes números, estadísticas y notas temáticas que se condensan para formar una gran masa deforme de datos sin sentido de una violencia sin sentido que nos enajena. El documental rescata a cada ser humano, a cada persona que es atravesada por la violencia y por su proceso, que no son poca cosa y que, sin embargo, pasan inadvertidos para muchos de quienes creemos que es posible hablar de una normalización de la violencia. Claro, hasta que nos pase en carne propia.
A lo mejor la normalización de la violencia es un mecanismo de adaptación que hemos tenido que formar para poder vivir en una falsa tranquilidad. Pero también es peligrosa porque en realidad perdemos la sensibilidad, que es una de las características que nos hace ser humanos. Ojalá pudiéramos consternarnos más para darnos cuenta de que no es sano acostumbrarnos a tanta violencia y de que, además de llorar a los muertos, también hay que exigir justicia.
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