Porque el asunto de fondo es que la reforma electoral que se está discutiendo en el Congreso ya era de origen una iniciativa a la que mirada parte por parte era posible encontrarle cierta belleza clásica o posmoderna, pero vista en conjunto se asemejaba más a un terrible cuadro cubista: las piezas encajaban mal, las decenas de perspectivas estaban dislocadas y de ellas no emanaba ninguna unidad, sino más bien contienda, arruga, recoveco. Por decirlo de otra manera, pese a ciertos ingredientes emocionantes (como el incremento del financiamiento público, la fijación de su destino, el acceso de los partidos a la publicidad a través del Tribunal Supremo Electoral, la paridad, ectétera), lo cierto es que el asunto no tenía ni pies ni cabeza.
Y hoy, cuando ya se comienza a oír el ronroneo de muchos que dan por muerta la iniciativa, parece que se incrementan las voces de los que piensan que desde el principio adolecía de esos problemas. Entonces, la pregunta es por qué después de treinta años y más de 250 reformas no hemos sido capaces no ya de parir, sino de imaginar y proponer una reforma a la Ley Electoral y de Partidos Políticos que no sea poco más que una deficiente recolección de los restos de animales muertos recogidos en un rastro, y también por qué nos montamos con emoción en estos cadáveres exquisitos, como si no supiéramos que ya están muertos. (O tal vez sí se hayan imaginado y propuesto, sotto voce, y ahí tendríamos otro problema.)
Pero, damas y caballeros, estimado público, el tema que nos concita hoy no es este asunto clave, sino otro de procedimiento: bailando sobre el taburete, cantando coros con la familia, pasando por el aro, está a punto de írsenos el día. Hemos estado entretenidos, eso sí, y no es poco consuelo, pero el Congreso apenas nos está ofreciendo ya medio mendrugo, cuando sabíamos que ni el mendrugo entero era suficiente, y la mayoría permanecemos impasibles, no como si no nos estuvieran ofendiendo, más bien como si no estuvieran haciendo malabarismos con nuestras vidas, jugando a la ruleta rusa con ellas.
Como si todo esto no estuviera relacionado con la indignidad de los hospitales, con la educación, con las carreteras, con la violencia, con el Estado al servicio de los que menos necesitan su servicio –o quizá no, quizá no serían nada sin esa competencia desleal–, con el clientelismo –esa convicción de que en política hay patrones y hay subalternos–.
Podríamos decir que es un juego de trileros (“mueve las cartas, ahora por aquí, ahora por allá, una vez más, no sabes dónde estás”), pero no hay necesidad de metáforas: a lo que más se parece es a una mesa de diálogo. Conversaciones infinitas con grupos de personas excluidas, desposeídas de derechos (campesinos, indígenas, pobres) en las que el Gobierno se plantea como mediador en un conflicto y enseña y ofrece y esconde y contemporiza y repite y hace un papel y hace otro y se sienta y se levanta y regresa a la capital y regresa al campo o a la mesa y bosteza y presiona y dice “sí” sabiendo que será “no” y bosteza de nuevo y alguien de los otros da un golpe en la mesa y alguien del Estado replica, con gran indignación, “así no se puede, no se nos pongan bravos, hay que volver a empezar”.
Eso es, el Congreso no como una mesa de deliberación, sino como mesa de diálogo, en el peor sentido de la palabra. La estrategia de desmovilización en su última fase.
Y bien, nos preguntamos, ¿ahora que juegan con las aspiraciones explícitas o las esperanzas de la clase media y la clase media alta y los intereses de buena parte del país, ahora lograremos entender, por fin, los que no lo hayamos entendido (nos consta que mucha gente lo ha entendido ya, pero cuánta), que debemos unirnos, organizarnos, o cuando menos sentir algo de empatía por el maltrato a los demás, a sus luchas justas? Aún hay tiempo pero ¿nos vamos a meter de lleno? ¿O vamos a seguir confiando en medios mendrugos de pan y en las falsas mesas de diálogo?