Ah, el “enemigo interno”: esa expresión tan íntima, tan conocida, tan de aquellos tiempos de juventud en la montaña y en la guerra y que servía para arrasarlo todo sin dar explicaciones venía en este momento a la cabeza con claridad incandescente. ¿Quién era ahora el enemigo interno? ¿Era CACIF, aliado hasta última hora, igual que en aquellos tiempos? ¿Era el gobierno de los Estados Unidos, al que en sus años sirvió como asalariado de la CIA? ¿Era, acaso, su propio vicepresidente, que desde hacía semanas daba pábulo a quienes querían ver al General derrocado y le preparaban una terna de posibles escuderos? ¿O era su vicepresidenta original? ¿Había ella preparado, en un gesto último de venganza, su caída de algún modo? ¿Había dejado a la vista las pruebas que lo incriminaban? A estas alturas ya no podía confiar en casi nadie y se abandonaba a la suave intoxicación de sus ya escasos consejeros y de sus aduladores, o de sus cómplices, El Sindicato, los sindicatos. ¿Quién era el enemigo interno? ¿Era él el enemigo interno?, dudaba a veces. ¿Era él quien había destruido su gobierno desde dentro? ¿Era él quien se había destruido a sí mismo: su imagen tan pulcramente construida desde el 93, la propaganda que lo hacía ver como oficial institucionalista, moderno? ¿Era él quien había hecho que se desmoronara ese aspecto de civil biempeinado que logró domar el espíritu fiero del kaibil? ¿Le había derrotado su ambición, su voracidad, a él, que supo sobrevivir semanas enteras en el monte como buen soldado con una dieta de tacuacines ensartados en un palo? Todo el mundo ahora parecía haberse unido para decirle –restregarle– eso que él no podía creer ni aceptar: que era él quien había desmantelado su gobierno, que le había robado la esperanza a todo un país. Se lo decían en las plazas y lo oiría también desde los tribunales y lo leía en los periódicos y lo escuchaba en las radios. Por supuesto no a él solo. Era a él y los que eran como él y las malditas reglas que posibilitaban que gente como él –bocas con mil dientes, brazos con mil manos– pudiera jugar así de sucio. Eso decían con pancartas, y él no podía dejar de pensar en la CICIG y en el Ministero Público, besos de Judas transmutados en instituciones que cuantificaban la cantidad de dinero que había terminado indebidamente en sus cuentas. ¿Pero por qué tenía que ver mansamente la cárcel como su destino? Todo esto, pensaba, era injusto: una traición legendaria. Se sentía por momentos una víctima. Se sentía, como tantas veces antes, uno de esos mártires menospreciados de la Patria cuyos nombres le repitieron constantemente desde que entró en el Ejército. ¿Estaba loco? Él no era el primero que después de soportar tantos años de perseverancia y humillaciones y entrega en la política había acumulado una pequeña riqueza y lograba asomar la cabeza para respirar un poco en este mundo despiadado. ¿Y por qué tenía que ver de repente su figura ardiendo en el parque, enfrente de los niños, con aquella mezcla ambigua de violencia y fiesta? Lo hacía enloquecer el sacrificio simbólico, la hoguera en que quemaban su piñata en la Plaza de la Constitución. ¿Debía expiar él todos los pecados de la historia? ¿Quién era toda esa gente que deseaba verlo calcinado? Su cuerpo ya empezaba a marchitarse pero al calor de las llamas su mente hervía con las ideas enfervorecidas de juventud que muchas veces antes le hicieron perder la cordura, aquella violencia purificadora. ¿Eran comunistas? ¿Eran extremistas de izquierda que aún libraban una guerra antigua? Eso le parecían. ¿Querían sacarlo del gobierno por la fuerza y revocar el mandato de las urnas? ¿Estaban preparando un golpe de Estado? Un medio digital así lo había planteado. ¿Un golpe de Estado? Podía no ser tan mala idea. Si quería salir bien librado, si no quería ir a la cárcel, aquella podía ser una solución. No lo haría él directamente, no sería tan burdo. Aunque muchos lo pudieran ver como un acto irresponsable, no debía resultarle muy difícil elevar la tensión y causar miedo y propiciar inestabilidad. Si todo salía bien, era seguro que alguien perdiera los estribos e intentaría suspender la Constitución. La posibilidad del asilo político merecía la pena. Atacaría a sus ex aliados más poderosos y lo haría pasar por una batalla de independencia, de soberanía nacional frente a los extranjeros y popular frente a las elites económicas corruptas, convocaría a los líderes sindicales y campesinos que se le habían vendido y lo enmascararía como una lucha entre el campo y la ciudad. Sí, ya estaba decidido: aunque la mayoría de sus consejeros se opusieran, el objetivo era su salvación. Nada es más importante que la dignidad de un Presidente, se había convencido. No renunciaría. El enemigo interno, como siempre, eran los demás, y habría que sacrificarlos, si era necesario.