Visibilizar esta situación ha sido un camino arduo, sobre todo a partir de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948). Poco a poco las luchas de las mujeres en la década de los 60 penetraron en la sociedad y se transformaron en leyes a su favor y para su protección. Asimismo, entre otros, los avances científicos derrumbaron la falsa creencia de la superioridad masculina sobre la femenina. Y con esto, los roles tradicionales fundamentados en dicha creencia se están modificando.
Uno de los grandes logros de la segunda mitad del siglo pasado fue, además, evidenciar y sancionar la violencia que durante milenios se ejerció en contra de las mujeres dentro de su propia casa y, a la vez, proponer formas concretas para erradicarla. El surgimiento de leyes, en este sentido, es ya una realidad, al menos en Occidente.
En el primer mundo, cuando una mujer realiza una denuncia sobre una situación en la que se han vulnerado sus derechos, todo el sistema legal se abre para apoyarla, especialmente si estas acciones fueron realizadas por un hombre. En estos países existen mecanismos de investigación que, de manera pronta y eficiente, determinan si hubo o no violencia y quién la ejerció. El testimonio de la víctima no se cuestiona, sino que de manera casi simultánea se realizan las investigaciones pertinentes para determinar si, en efecto, se dio o no el hecho denunciado. Si no se dio, ella recibe, asimismo, un tratamiento psicológico.
La eficacia del aparato estatal para prevenir y sancionar los hechos violentos en contra de las mujeres funciona en la mayoría de los casos. La educación, la divulgación de propaganda y la difusión de obras sobre la temática son algunas de las medidas que toman los Estados para erradicar estos hechos.
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En Guatemala, sin embargo, pese a que se han suscrito convenios internacionales y se cuenta con leyes nacionales que pretenden frenar la violencia en contra de las mujeres, las cosas no funcionan porque, entre otros aspectos, no existe una verdadera voluntad política para que dichas leyes de protección y sanción marchen como debe ser.
En este sentido, cabe destacar, por ejemplo, la situación traumática que vive una mujer cuando, luego de múltiples dificultades personales y sociales, finalmente denuncia la violencia que su pareja o expareja ha ejercido sobre ella.
Algunos medios de comunicación, en principio, si no redactan las noticias con objetividad, lo hacen con una sutil orientación para poner en duda el testimonio de la denunciante. A la vez, quien denuncia pasa una y otra vez por un proceso de revictimización, pues debe contar innumerables veces los hechos de los que fue víctima.
Son pocas las personas que no cuestionan lo que una mujer denuncia. Algunos dicen que no quieren opinar porque «ahora las parejas se odian cada vez más», con lo cual muestran su indiferencia y, hasta cierto punto, su complicidad. La violencia intrafamiliar no es un hecho de odio mutuo, sino un acto de agresión y poder que, en la mayoría de los casos, ejercen los hombres en contra de las mujeres y de los niños de su propia familia.
Por ello, denunciar no es fácil para las víctimas. Para hacerlo deben sobreponerse a sí mismas, a su vulnerabilidad y a su dolor. Deben sobreponerse a la presión de la opinión pública, que pone en duda su testimonio. Deben prepararse para relatar una y otra vez su situación y someterse también una y otra vez al escrutinio y a las miradas incrédulas y descalificadoras de un sistema que no solo no funciona, sino que no las apoya.
Por eso, ante la mujer que denuncia la violencia a la que ha sido sometida, lo mínimo que podemos hacer es, en principio, afirmar: «Yo sí te creo».
Con ello se inicia, al menos, el camino hacia su reivindicación y dignidad.
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