Porque la diplomacia, especialmente la que tiene que ver con los derechos humanos, no consiste en agachar la cabeza y asentir mecánica, dócilmente, ante los mandamases locales cuando los mandamases locales violan leyes y derechos, cuando el Estado camina en la dirección contraria a la que ordena su propia Constitución y el interés general.
La acusaron de mandona, de invasiva, de prepotente, como a todas las mujeres que se atreven a levantar la voz, o mejor, a decir algo con firmeza. La acusaron de injerencia, mientras obstaculizaban su trabajo y le arrojaban intimidaciones, como le ocurrió también a Alberto Brunori, representante del Alto comisionado para los derechos humanos, por su labor al protegerlos. Y el mismo presidente llegó a sugerir en televisión que deseaba su rápido reemplazo.
Hay abogados que defienden el respeto al orden jurídico y los hay que empujan el goce efectivo de los derechos. Parece que es lo mismo, pero son posturas radicalmente diferentes, contradictorias, en muchos sentidos.
¿Hasta qué punto los derechos humanos, que tienen que ver con la dignidad de las personas, son solo jurisdicción interna de los estados? Poco lugar para la duda hay en el concierto internacional ya: la defensa de los derechos se ha instalado en el corazón de los diálogos políticos internacionales. Con su ejercicio diplomático, Julliand (como Brunori) se ocupó de recordárnoslo.
Luego, claro, está la molestia de aquellos a los que no les gusta esto. Es así. Vean: el propio Procurador de los Derechos Humanos y la Corte Suprema de Justicia resolvieron, por ejemplo, que algunas publicaciones de Ricardo Méndez Ruiz criminalizaban la labor de defensores y defensoras de los derechos humanos en Guatemala y agredían a representantes diplomáticos y misiones internacionales, fomentando el odio y la confrontación social. Para ello invocaron el fundamento en el que se basan las actuaciones diplomáticas: normas y principios del derecho internacional, la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados y los artículos 149 y 151 de la Constitución. Estos dictámenes no supusieron el fin de la estigmatización de los defensores de derechos humanos, desde luego, pero al menos el magistrado de conciencia y el Organismo Judicial ya se habían pronunciado para aclarar algunas ideas.
Todo esto venía, como todas las cosas, de antes y tiene ramificaciones. La estigmatización de quienes avanzan la causa humanitaria había alcanzado un punto culminante, quizá, en medio del juicio por genocidio. Desde el activista o dirigente social hasta el diplomático han padecido las consecuencias de que el discurso del poder haya intentado presentarlos públicamente y sin matiz como criminales o como defensores del colonialismo o como "vividores del conflicto" o como violadores de la soberanía y el derecho nacional. Es necesario desvirtuar ese discurso.
La diplomacia activa por los derechos y las causas sociales debe ser aplaudida sobre todo en momentos en los que, como nunca, el Derecho es instrumentalizado para producir efectos simbólicos en la sociedad. El Derecho no es solo un sistema para crear y aplicar leyes. Es también una forma de crear cultura, símbolos e imaginarios sociales: formas de ver y entender el mundo. Por eso despierta tantas pasiones la colisión entre los dos sistemas de justicia que coexisten en Guatemala.
De ahí sostenemos que la criminalización tiene lugar en dos dimensiones.
La primera es la simbólica: a través de la exposición pública y mediática de las personas, y condenando socialmente su labor, se estigmatiza de una forma que el estigma se derrama no solo sobre quienes están en el territorio, sino también sobre los diplomáticos y funcionarios que refuerzan las causas incómodas para el statu quo).
La segunda, la judicialización, tiene una expresión aún más sórdida en los tribunales, cuando, torciendo el Derecho, se usan las leyes para castigar, obstaculizar, arruinar al acusado y su trabajo cuando las acusaciones no tienen sustento y es siempre e invariablemente inocente de los cargos. Pero esa es otra historia.