Al viajar experimentamos cambios en lo individual y, sobre todo, nos asomamos, en lo colectivo, a otras maneras de vivir. Ello nos permite ver, como diría Ciro Alegría, que «el mundo es ancho y ajeno».
Eso fue lo que a nivel personal y social sentí cuando el recién pasado diciembre visité varias ciudades de la Europa continental. La estancia en estas urbes, aunque breve, me permitió observar coincidencias, ciertas obvias diferencias, y, por supuesto, incluso, comparar algunas situaciones con las que vivimos a diario en nuestra querida Guatemala.
La primera característica que se evidencia en los países del primer mundo es la sólida y funcional infraestructura con que cuentan (no como el libramiento, por supuesto). Las carreteras, calles, avenidas, edificios, baños públicos, parques y lugares turísticos, entre otros, están mayoritariamente limpios, son eficientes. El transporte colectivo es seguro, rápido, puntual (con eventuales excepciones, por las que se disculpan). Los usuarios exigen sus derechos como consumidores, y estos son respetados. La confianza, con C mayúscula, prevalece entre unos y otros. Es decir, pocas veces un inspector revisa que quienes suben al metro o al bus tengan el boleto validado, pero los usuarios lo compran y lo validan. Si alguien no tiene su boleto como debe ser cuando el inspector revisa, la multa se da sin excepción.
Se respetan los semáforos para cruzar las calles en las esquinas, y los autos se detienen si alguien aún no ha terminado de pasar. Peatones y ciclistas tienen prioridad. Cuando hay algún problema de tránsito, la policía aparece entre 10 y 15 minutos después y, dependiendo de la magnitud de los hechos, estos se solucionan rápido. Así funciona el sistema.
Muchos de estos países, claro, tuvieron colonias en América, Asia y África. Algunos países actuales fueron invadidos por sus vecinos o se separaron luego de cruentas guerras. Sabemos, no obstante, que el dinero fluyó de los dominios hacia las metrópolis de manera indiscriminada. De esos saqueos en todos los órdenes aún no nos hemos repuesto. Se nos nota a nosotros, y los beneficios se les nota a ellos.
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También es cierto que allí las luchas por «libertad, igualdad y fraternidad» se dieron y siguen dándose. La clase media es mayoría y, con sus deficiencias, los Estados son benefactores y protectores.
En los museos, por ejemplo, se exhiben piezas de culturas diversas, producto obvio del saqueo de siglos pasados. Eso sí, están bien cuidadas y resguardadas. Un dato: en Dresde visité la universidad donde se encuentra, en una bóveda blindada, el códice maya, cuya descripción dice, curiosamente, que no es guatemalteco, sino mexicano.
En estas ciudades, asimismo, se observa cómo, dependiendo del índice de desarrollo humano (IDH) con que cuentan, se dan los problemas. A más IDH, menos conflictos. En una ciudad que ocupa el puesto 40 viví, en dos trenes distintos, dos problemas diferentes en el lapso de una hora y media. ¿Casualidad o cotidianidad? Lo ignoro.
Viajar también me sirvió para desmitificar: es falso que en esos países todas las personas sean honestas, que todo esté bien siempre. Hay quienes se aprovechan de los otros y quedan a veces en la impunidad. Hay problemas sociales como el de los inmigrantes, sobre todo africanos de primera generación, que aún hablan en sus idiomas, que aún no se han adaptado, que no son plenamente aceptados. Hay descontento en sectores laborales. Pero se manifiestan y, usualmente, además de ser escuchados, sus demandas se atienden.
A diferencia de nosotros, allí no hay niños de la calle, pero sí hay indigentes. Es cierto que hay preocupación ambiental y reciclaje, cuidado por la naturaleza. En ese sentido, no vi ningún perro ni gato callejero.
Sin embargo, considero que, mientras en Europa y Estados Unidos se preocupan por las migraciones de pueblos en vías de desarrollo, la verdadera y realmente importante invasión a Occidente la están haciendo ya, desde hace tiempo, los asiáticos: primero, a través de la tecnología; ahora, por el excesivo turismo con que desbordan, literalmente, las ciudades; después, quién sabe cómo.
Por lo que se vislumbra, en el siglo XXI Occidente le pertenecerá al Lejano Oriente.
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