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Nebaj, el olvido que se acerca

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Nebaj, el olvido que se acerca

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El tribunal que conoce el juicio por genocidio en contra de Efraín Ríos Montt estuvo tres días en Nebaj, Quiché, para escuchar el testimonio de doce testigos ancianos. Tres de ellos nos permitieron acompañarlos y nos contaron su historia. Cada vez están más cansados.

Hace 30 años, Nebaj era una aldea de casas de adobe pintadas de blanco, rodeadas de pequeños patios cubiertos de milpa. Muy pocos vehículos circulaban por sus calles de tierra, pobladas de animales domésticos y niños. Para los mochileros, antropólogos y misioneros extranjeros, llegar a Nebaj era como llegar al Tíbet, a un valle místico, remoto y fuera del tiempo. Pero un valle traumado por una orgía de sangre, de la que aún no se conocían las dimensiones, y sometido a un férreo control del Ejército. Desde el campanario de la iglesia católica asomaba todavía el cañón de una ametralladora punto 50.

Ahora, el cemento ha tomado posesión de las calles de Nebaj, convertida en una pujante ciudad de más de 30 mil almas. Las casas suman un piso sobre otro, a medida que las familias crecen. La actividad comercial es frenética y por doquier, surgen como hongos nuevos negocios: hoteles, restaurantes, cafés internet, tiendas de ropa, bisutería y teléfonos celulares. Camiones y picops cargados de mercancías van y vienen de las aldeas. Es como si Santa María Nebaj drenara toda la riqueza del territorio ixil.

Hay tanto que comprar y vender que queda poco tiempo para voltear al pasado. La guerra, las masacres de principios de los 80 y todo el sufrimiento de las comunidades ixiles es un recuerdo nebuloso entre una población joven, cuyo interés por escarbar viejas tragedias es casi nulo.

Durante tres días, del 19 al 21 de abril, el tribunal que conoce el nuevo juicio por genocidio en contra de los generales José Efraín Ríos Montt y José Mauricio Rodríguez Sánchez, se desplazó a Nebaj  para escuchar a una docena testigos ancianos que no podían viajar a la capital. Pero este acontecimiento histórico no apartó a los habitantes de sus impostergables actividades diarias.

Sin embargo, pequeñas escenas en el pueblo traían reminiscencias del pasado. Al caer la noche, el día antes del juicio, frente al pórtico de la iglesia, las asociaciones de víctimas se preparaban a celebrar una ceremonia maya. Su idea era rendir homenaje a las víctimas de la represión y poner bajo los mejores auspicios el proceso judicial.

Un círculo de hojas de pino y pétalos de flor yacía sobre el suelo, cubierto por velas, ocote e incienso. Un equipo de sonido había sido trasladado para que los 30 o 40 asistentes pudieran oír. Tres mujeres ajquí, las guías espirituales, colocaban botellitas de aguardiente. Todo estaba listo, pero había que esperar.

A unos metros de allí, frente al arco monumental a la par de la iglesia, otra actividad se había apropiado del espacio sonoro. Un grupo de jóvenes del colegio evangélico Bethania escenificaba una pantomima. Unas bocinas mucho más poderosas que la de las organizaciones de víctimas lanzaban al aire un estridente rock-n-roll cristiano mientras los mimos recreaban la inevitable lucha entre el bien y el mal, entre un Satanás de cara verde y un Jesucristo rellenito, de pelo corto y engominado, tan sólo reconocible por la túnica blanca y su obstinación por levantar a todo el mundo del suelo. 

Miguel de León, líder de la alcaldía indígena de Nebaj, esperaba impaciente el inicio de la ceremonia maya. No escondía su indignación ante la pantomima cristiana. “Esa es una maniobra de los exmilitares para ocupar la plaza e interrumpir la ceremonia”, me comentó. Nada permite confirmar su sospecha. Pero lo cierto es que la religión fue un método de control poblacional durante el conflicto en la zona ixil. Las iglesias evangélicas entraron masivamente en Nebaj cuando Ríos Montt, líder de la iglesia El Verbo, llegó al poder. Estas lograron desplazar a la iglesia católica y combatieron los ritos ancestrales, considerados como cosa del demonio. Ser evangélico, en aquellos años, era un salvoconducto, una garantía de vida frente a cualquier retén militar, una forma de acceder a privilegios.

Al final, entre riffs de guitarra eléctrica, el mimo Jesús cosechaba las almas que el mimo Satanás quería llevar a su hoguera. Los espectadores de la pantomima se dispersaron. La ceremonia maya pudo empezar. Ana Laynez, una de las guías espirituales, pudo invocar a los ancestros, encender el incienso sin temor ni oposición, y pedir por la fortaleza de los fiscales y abogados del juicio que, en ese momento, descansaban en sus hoteles.

Frente al tribunal

Son las siete y media de la mañana. Poco a poco, la calle frente al juzgado se va llenando de gente. La indiferencia de la población Nebaj por el juicio es patente. Pero aun así, las organizaciones sociales y las asociaciones de exmilitares son capaces de convocar sin dificultades a varias decenas de personas, la mayoría provenientes de las aldeas.

En apoyo al juicio, llegan las autoridades ancestrales, hombres que exhiben sus varas de mando y sus magníficos cotones, el saco rojo tradicional de los ixiles. Aparece después un nutrido grupo de mujeres. Llevan flores y cruces en las manos, o la foto de algún familiar asesinado durante el conflicto. Hay cooperantes extranjeros y voluntarios de las organizaciones de acompañamiento. Destacan dos mujeres rubias, altas, de ojos claros —dos vikingas—, vestidas de pies a cabeza con el traje rojo oscuro de Nebaj. No les falta ni la cinta en el pelo, ni la faja que les oprime la cintura.

Del lado militar, los primeros en llegar son dos hombres altos, recios, de bigote poblado. Ambos llevan una gorra de Avemilgua, la Asociación de Veteranos Militares de Guatemala. Uno de ellos, César Cifuentes, fue oficial durante el periodo de Ríos Montt. Es el que coordina las operaciones. Indica cómo colgar las mantas y dónde deben formarse los simpatizantes de los generales. Un poco más tarde, llegan unas 30 mujeres a apoyar a Ríos Montt, y se colocan en silencio junto a las mujeres que llegaron por parte de las organizaciones de víctimas. Los dos grupos enfrentados son idénticos: campesinas de mediana edad que visten el mismo huipil y las mismas cintas multicolores en la cabeza. En silencio, mantienen la misma actitud entre solemne y melancólica.

El oficial Cifuentes, consciente quizás del peligro de confusión, reparte entre su grupo de mujeres, listones blancos de nylon para que lo amarren sobre la manga del huipil. Luego, les entrega una pancarta a cada una.  

Los mensajes, escritos en español, contienen la retórica habitual de Avemilgua y la Fundación Contra el Terrorismo.

Entendamos, en el triángulo ixil no hubo genocidio

¿Por qué a la guerrilla asesina le dan impunidad?

Extranjeros, no paguen para condenarnos

Otra pancarta luce especialmente inoportuna en manos de una mujer ixil.

Ningún ixil murió por ser ixil. 

Llega luego un grupo de expatrulleros. Todos campesinos pobres, si no mienten sus pantalones desgastados metidos en las botas de hule. Cifuentes los saluda uno a uno, como si los reconociera a todos.

El veterano oficial  se muestra amigable y deseoso de exponer su punto de vista: “Es un juicio manipulado, un juicio por dinero y por venganza. Si no hubiéramos luchado nosotros los soldados, Guatemala ahora sería comunista”, me dice. En eso, se acerca un hombre. Es indígena. Sus zapatos bien lustrados y su camisa azul bien planchada muestran que es urbano. Espera una pausa de Cifuentes para tomar la palabra. “Mi nombre es Gaspar Santiago Pérez. Quiero decir que esa gente (señala a los que buscan justicia), está manipulada. Están allí porque tienen la cola manchada. El Ejército no mató porque tenía ganas de matar. Fue porque lo provocó la guerrilla”.

Gaspar Santiago asegura que algunas de las masacres atribuidas al Ejército fueron cometidas por la guerrilla, y luego, pasa a su caso personal. “A mi papá lo mató la guerrilla. Quisieron hacernos creer que fueron los ejércitos, pero sabemos que fue la guerrilla. Acá en mi mochila, llevo dos libros que demuestran que a mi papá lo mató la guerrilla”.

Se le nota impaciente por mostrar los libros, pero no lo hace hasta que se lo pido. Abre su mochila y extrae con prisas un tomo de Guatemala, memoria del silencio, el informe de la Comisión de Esclarecimiento Histórico (CEH), y un tomo de Guatemala nunca más, del Proyecto Interdiocesano de Recuperación de la Memoria Histórica (Remhi).

Estos grandes estudios son la referencia histórica más sólida respecto al conflicto armado. Fueron los primeros en medir, en base a cientos de testimonios y documentos, la brutalidad de la represión en los 80; los primeros en determinar que el 90% de las atrocidades durante el conflicto, fueron cometidas por el Ejército. Ambos informes encendieron la ira de los sectores militares. El coordinador del Remhi, monseñor Juan Gerardi, fue asesinado de manera atroz dos días después de la publicación de Guatemala nunca más.

Lejos del oficial Cifuentes, vuelvo a hablar con Gaspar Santiago. Lo acompañan ahora su madre y su hermana. Abre el tomo del informe de la Comisión de Esclarecimiento Histórico, en la página del caso ilustrativo 110, “masacre de Chacalté”. Casi todas las líneas están subrayadas con varios colores, y hay muchas anotaciones en los márgenes. Tenía razón.  Aquella fue una de las pocas, pero muy cruentas masacres cometidas por el Ejército Guerrillero de los Pobres (EGP). La Comisión identificó a 55 personas asesinadas el 12 de junio de 1982 por combatientes del frente Ho Chi Minh. La madre de Gaspar Santiago asegura que fueron alrededor de 200, hombres, mujeres y niños. Entre las víctimas, su esposo, el padre de Gaspar Santiago que tenía entonces 10 años.

La guerrilla tachó a la gente de Chacalté de “banda reaccionaria” porque buscó la protección del Ejército. Organizó entonces un escarmiento. Tras la masacre, Gaspar, y su familia, buscaron refugio en Chajul. La madre de Gaspar tenía ocho hijos que alimentaba con sobras que conseguía en la cocina del destacamento militar.

 “Ella no nos abandonó. Ella torteando de cuatro de la mañana a nueve de la noche para el Ejército, pero no nos regaló. La gente de Chajul venía a pedirle a los niños. ’Sos muy pobre, para qué querés tantos hijos, regalame uno‘, le decían. Pero ella no nos regaló. Sólo a un mi hermanito sí lo regaló, pero mi hermana fue y lo trajo de vuelta”, narra Gaspar Santiago. Recordando esos momentos, Juana, su hermana mayor, se pone a llorar.

La policía decide formar dos cordones con sus 100 agentes para evitar enfrentamientos entre los dos grupos. En la zona neutral, frente a la entrada del tribunal, descansan los observadores de la Procuraduría de Derechos Humanos. Los reporteros locales buscan cómo matar el tiempo. Los grandes diarios y noticieros, poco interesados en la secuela del juicio por genocidio, no mandaron equipos de la capital a cubrir el evento.  

Organizaciones sociales y patrulleros, cada grupo tiene su potente equipo de sonido. Del lado de las víctimas, Ana Laynez, la guía y también luchadora social, plantada sobre un estrado, habla en ixil durante horas. Se exalta. Recuerda el pasado. Llora y hace llorar a las mujeres que aprietan entre sus manos  las fotos de sus difuntos.

Del lado de los militares y patrulleros, un ladino de voz ronca ataca a la guerrilla, a las víctimas que sólo buscan dinero, a los “vividores del conflicto”, a los extranjeros que los apoyan. Su diana favorita son las dos vikingas vestidas como ixiles. Asegura que están disfrazadas para engañar a la gente y hacerle creer que son de Nebaj.

“Pero yo soy chapín, 100% chapín, un chapín trabajador de la tierra del quetzal. Los buenos guatemaltecos somos trabajadores y amamos a nuestra patria”. Su retórica es otra reminiscencia del pasado. El Plan Nacional de Seguridad y Desarrollo emitido en 1982 exigía promover y estructurar el nacionalismo e irradiarlo al área rural, “como doctrina opuesta al comunismo”. Desde principio de los 80, documentos como “Operación Ixil”, sostenían la necesidad de “ladinizar a los ixiles”, de que dejaran atrás su identidad y costumbres.

La perorata del militar prosigue, y llega a ser desconcertante. “¡Porque, mientras haya pueblo, habrá Revolución!”, grita a toda garganta, citando, acaso sin saberlo, al líder estudiantil Oliverio Castañeda, asesinado en 1978 por escuadrones de la muerte. Y luego añade: “¡Mientras haya pueblo, habrá Revolución verdadera! ¡Fuera comunistas!”

El juicio recalentado

El 10 de mayo 2013, el tribunal A de Mayor Riesgo declaró culpable de genocidio y delitos contra los deberes de la humanidad al general Efraín Ríos Montt. Era la primera vez en el mundo que la justicia doméstica de un país condenaba a un exmandatario por este crimen. La sentencia fue un electrochoque para la sociedad guatemalteca.

Las organizaciones de derechos humanos, campesinas, estudiantiles aplaudieron la sentencia histórica. Pensaron que el sistema de justicia guatemalteco por fin tenía la fuerza e independencia para hacerse cargo de casos tan difíciles.

Por el otro lado, los sectores conservadores, liderados por el empresariado y los militares retirados se levantaron en bloque contra la sentencia. Dos días después del fallo, el Comité Coordinador de Asociaciones Agrícolas, Comerciales, Industriales y Financieras (CACIF) pidió a la Corte de Constitucionalidad que restableciera “el orden jurídico violado” y criticó la actitud “excesivamente ideológica” de los jueces.

El 20 de mayo, como si se hubieran plegado a las presiones, tres de cinco magistrados de la Corte anularon la sentencia. En su resolución, dieron validez a una de las incontables artimañas de la defensa para entorpecer el juicio. A pesar de los votos disidentes de dos magistrados, la Corte mandó a repetir la parte final del juicio, y con esto, encerró el proceso en un laberinto jurídico tan enmarañado que tardó casi tres años en salir de él.

El 17 de marzo de 2016 se inició un nuevo juicio contra los generales, esta vez en el tribunal B de alto riesgo, a cargo de la jueza María Eugenia Castellanos. Pero en estos tres años, la situación había cambiado: a Efraín Ríos Montt le fue diagnosticada “demencia vascular mixta”, y fue declarado incapaz de afrontar un juicio público. El tribunal decidió entonces realizar un juicio para la aplicación de medidas de seguridad y corrección. En otras palabras, las audiencias serían a puerta cerrada, sin la presencia del acusado ni de los medios de comunicación.

Otro cambio, fue el deterioro de la salud los testigos de mayor edad. Tres de ellos ya han fallecido. Dos más no pueden moverse ya de la cama. Otros 12 testigos son muy ancianos para desplazarse a la capital, y su voz demasiado débil como para declarar por videoconferencia. Por eso, el tribunal se trasladó por tres días a Nebaj. “Siempre se ha dicho que a estas personas se le ha denegado acceso a la justicia, pero aquí estamos”, me comentó la jueza Castellanos, durante un receso de la audiencia.

Pero la jueza también tomó una decisión que levantó las protestas del Centro de Acción Legal en Derechos Humanos (CALDH) y de la Asociación Justicia y Reconciliación (AJR) los representantes de las víctimas. Al nuevo proceso contra Ríos Montt unió el proceso contra José Mauricio Rodríguez Sánchez. El problema es que ambos juicios son de naturaleza distinta. El del exdictador es por medidas de seguridad mientras que el de su antiguo jefe de inteligencia —que en 2013 fue declarado inocente—, es normal: oral y público. “Queríamos que fuera un solo juicio para que los testigos no tuvieran que declarar dos veces. Eso sería revictimizarlos, y es lo que no quiere este tribunal, siguiendo estándares internacionales”, me dijo la jueza.

CALDH y AJR pusieron un amparo en contra de la unión, ilegal a sus ojos, de los dos casos. Su miedo era que, al llegar a una sentencia, una corte de apelaciones la volviera a echar abajo por  vicio procesal. El 4 de mayo, nueve días después de las audiencias en Nebaj, una Sala de Apelaciones escuchó sus argumentos y suspendió de forma cautelar el juicio. Es probable que los magistrados decidan anularlo todo para separar los dos procesos. Si la intención de la jueza era proteger a los testigos, lo hizo todo al revés. Si la Sala anula el juicio, los testigos que ya declararon dos veces, tendrán que hacerlo dos veces más en los futuros juicios contra los generales.

La justicia guatemalteca ha dado vida a una pesadilla que ni el mismo Kafka soñó: un proceso que no se resuelve nunca en una sentencia firme, sino que se repite, y se repite, y se repite, hasta la muerte de sus protagonistas.

El testimonio vacilante de una anciana

Las organizaciones de exmilitares han regado a diestra y siniestra la idea de que los testigos declaran a cambio de dinero. Quienes así lo creen, deberían visitar la casa de Juana Hernández, una mujer de 69 años que fue escuchada por el tribunal durante las audiencias de Nebaj. Más que una casa, es una cabaña hecha de tablas mal ensambladas y lámina. Se encuentra en la salida de Salquil Grande, la mayor aldea del municipio de Nebaj, sobre una diminuta parcela alojada entre la carretera y una ladera empinada. Vive allí con su hija y tres nietos. 

El interior de la casa es oscuro. Sobre el suelo de tierra sin emparejar, unos pocos muebles: dos camas, una mesa, tres o cuatro sillas, una estantería que se cae. Las pocas pertenencias, algunos zapatos, algunas prendas, cuelgan del techo, o descansan sobre un bordecito en las paredes. Los únicos aparatos eléctricos son unas débiles bombillas ahorradoras que apenas iluminan la penumbra. El único elemento decorativo son unos cartuchos que se marchitan dentro de una lata oxidada de leche en polvo.

Desde la carretera, rugen camiones cargados de mercancías para las tiendas. Al fondo de la ladera, se oye un molino de maíz.

Pedimos a doña Juana que nos cuente lo que dijo a los jueces ese mismo día. Traduce José, un joven de Nebaj, hijo del delegado de CALDH en ese lugar, quien, durante la guerra, fue parte de las Comunidades de Población en Resistencia (CPR), grupos de población desarraigada que buscaron refugio en las montañas de Quiché. José, de 24 años, es cocinero, y ha trabajado en varios hoteles. Admite que no sabe mucho de la guerra, que no ha leído el libro que escribió su padre, que éste nunca les contó nada.

Juana Hernández emprende su relato. Más que un relato, son retazos de un relato. Frases sueltas, inconexas, sin orden. Apenas se distingue la tragedia detrás de una narración sin detalles, que apenas sugiere, que nunca desarrolla. No es fácil reconstruir los episodios de su vida a partir de los fragmentos de información que nos cede.

Se entiende que vivía en la aldea Vicatzé, con su marido Domingo Pérez y sus hijos. Cuando empezó la guerra, él trabajaba serrando troncos para producir tablas, y de vez en cuando iba a trabajar “a la finca”, probablemente las plantaciones de caña de la costa. Arreció la violencia, y Domingo desapareció un día. Ella lo esperó 20 días y se fue. Domingo Pérez apareció muchos años después, en 1993, dentro de una fosa, cerca de otra persona asesinada.

Juana Hernández habla de una huida en la montaña. Pasó hambre, no tenía ropa, tuvo miedo. Volvió para ver si su marido había regresado, y sólo encontró la casa y los cultivos quemados. Se arrodilló y le reclamó a Dios porque no sabía cómo sacar adelante a sus siete hijos.

Cuando Juana empieza a hablar de su captura, José, nuestro traductor, se pierde y confunde a la guerrilla con el Ejército. Ya no sabe quiénes hacían qué, ni cuáles eran sus intenciones. Los recuerdos deshilachados de doña Juana lo dejan perplejo. Entonces nos pregunta, con todo el candor del mundo: —Disculpen, en la guerra, ¿quiénes eran los buenos y quienes los malos? Los soldados eran los buenos, ¿verdad?

Los elementos de contexto que le damos aumentan su confusión. Los guerrilleros se convierten en los que se defendían en las aldeas de “los malos” que atacaban desde las montañas.

En 2013, Juana Hernández dio testimonio en el primer juicio por genocidio, asistida por un traductor profesional. Con el mismo hilo de voz con el que nos habla, contestó de manera escueta y vacilante a las preguntas de los abogados de la acusación. Contó haber sido capturada por el Ejército y llevada al destacamento militar de Las Majadas, en Huehuetenango, y después a la aldea Salquil Grande, que estaba bajo control militar. Lo demás coincide con la traducción de José.

Desde entonces, Juana no se ha movido de Salquil. Para vivir sembró milpa y vendió aguacates en el mercado. Se volvió a casar, pero su marido vive en otra aldea. Ahora, dice, por la edad sólo puede quedarse en casa, cocinar, y cuidar de un cerdito que tiene.

Tras la entrevista, una tormenta se abate sobre la casita. En el corredor sopla un viento frío. El mejor refugio es la cocina, donde el poyo calienta un poco el aire. No hay nada que hacer, más que sentarse en unas sillas bajas, como para niños, intentando colocarse entre las goteras. El estruendo de la lluvia que golpea las láminas detiene todo intento de conversación. Nerón, el perrito de la casa, tiene la entrada prohibida, y tiene que pasar la tormenta en un rincón al fondo del corredor.

Con una generosidad que raya el sacrificio, la hija de Juana Hernández nos comparte su comida. Caldo de res y tamalitos que sin duda les harán falta en los días siguientes. Antes de partir, intento pagar los almuerzos. La hija de Juana lo rechaza con firmeza, casi indignada. “Lo damos de corazón”, dice tocándose el pecho. No me queda más que cargar con la doble vergüenza de haber comido para luego ofenderla.

Arriba de la montaña

Quienes busquen los millones del juicio por genocidio, tampoco los encontraran en casa de don Nicolás Bernal. Este hombre de pequeña estatura, encorvado por sus 80 años de vida, ya ha declarado dos veces ante un tribunal. Quiere, nos dijo, que se sepa la verdad de las injusticias , los asesinatos, el hambre y los cultivos quemados.

Don Nicolás nos permite acompañarlo hasta su casa. Para llegar desde Nebaj, primero hay que tomar una carretera de terracería sólo apta para vehículos de doble tracción. Hay que cruzar ríos, pinares y cultivos colgados de las abruptas laderas de las montañas. Tras dos horas y media de recorrido, aparece la pequeña aldea de Viucalvitz, a la que llegan dos buses por semana. El único terreno plano del lugar está ocupado por un campo de futbol.

Viucalvitz significa “arriba de la montaña” en ixil. Don Nicolás Bernal vive a media montaña. Quedan pues, unos 40 minutos de caminata montaña abajo, por un hermoso pero empinado sendero. Cuesta seguirle el ritmo a don Nicolás. Con su cotón encarnado y su morral terciado a la espalda, parece una ardilla o un gato montés brincando por la cuesta.

La casa de don Nicolás emerge de un mar de milpa a punto de ser cosechada. Está hecha de tablas y lámina, y en su interior, los muebles y pertenencias son pocos, humildes. Pero aquí, no hay esa sensación de pobreza y abandono como en la casa de  Juana Hernández. Los elotes sazones, los árboles frutales, los pequeños macizos de flores frente al corredor de la casa, el paisaje imponente, cambian toda la perspectiva.

Nicolás Bernal y su esposa, Teresa Raymundo, nos ofrecen sus mejores sillas antes de empezar a contar. Esta vez, la traducción está a cargo de Michelle Moreno, una joven nebajense que trabaja para la Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado. Mitad ixil, mitad ladina, está acostumbrada desde pequeña a manejar los dos idiomas. Atenta y cariñosa con los ancianos, se gana su confianza de inmediato. Tanto así, que Michelle toma las riendas de la entrevista.

A pesar de su inteligencia y don de gentes, Michelle tiene dificultades para seguir el relato de don Nicolás. El anciano narra lo que se le viene a la cabeza, sin hilar un relato cronológico. Hay, en sus palabras, saltos, repeticiones. Apenas esboza las peores tragedias, y luego desarrolla hechos que parecen secundarios. Hay cosas que no se pueden decir porque jamás deberían haber ocurrido.

Don Nicolás empieza por el final de sus angustias, cuando un grupo de soldados lo captura en un camino. Los soldados no le hacen daño, sino que lo llevan al destacamento militar de la finca La Perla por unos días, y luego lo colocan en Sajsiban, una aldea bajo control militar. Sólo después vienen a su mente los episodios trágicos. El ataque de patrulleros venidos de Huehuetenango en el que mueren su esposa y cuatro hijos, y del que sólo escapan él y una hija.

Lee también: La Perla, no una hacienda sino un esbozo de país

Luego de los ataques militares, meses, quizás años, en la montaña tratando de sobrevivir al frío y la lluvia, comiendo hierbas silvestres, huyendo del acoso constante del Ejército, de los bombardeos. Entre los montes, estaban desperdigadas unas 60 personas. De vez en cuando venían guerrilleros a avisarles de la llegada de los militares. Buscaban entonces lugares aún más inhóspitos y solitarios para esconderse. Su última hija no aguantó. Murió de hambre. Don Nicolás no recuerda el año, pero sí la fecha en que la enterró: un tres de marzo.

En esos meses conoció a Teresa, su actual esposa. Ella también lo había perdido todo en los ataques del Ejército. Teresa huía con dos hijos pequeños y con su nieta, a quien tenía que amamantar. Su hijo mayor había sido asesinado por los soldados y su nuera se había ido dejándole a una recién nacida.  Vio a los niños sufrir de frío y de hambre, y eso, dice, no lo puede olvidar. Ella también fue capturada por el Ejército y llevada a Sajsiban.

Mira la galería: Un testigo

Maquiavelo en Nebaj

Los relatos truncados de Juana Hernández, Nicolás Bernal, Teresa Raymundo, o Juan Pérez, otro testigo que acompañamos hasta su casa de Salquil Grande, encajan con los dos grandes tiempos de la represión en la zona ixil.

A inicios de los años 70, relata el informe Guatemala nunca más, el Ejército Guerrillero de los Pobres (EGP) decidió hacerse fuerte en el altiplano, y en particular la zona ixil. Su trabajo de concientización de las poblaciones indígenas fue un éxito. En su apogeo, en 1980, cientos de miles de campesinos formaban su base social. La guerrilla se sintió tan fuerte, que estuvo a punto de declarar el norte de Quiché zona liberada. Lo único que le faltó al EGP para lanzar una ofensiva masiva y quizás, derrocar al tambaleante gobierno de Lucas García, fueron suficientes armas.

En 1981, todo cambió con la contraofensiva militar que inició en Chimaltenango, y avanzó hacia el norte, hacia Quiché y Huehuetenango. Fue una contraofensiva brutal y sistemática contra la población civil, como atestiguan las 422 masacres reportadas por el Remhi, las aldeas arrasadas, los actos de crueldad contra ancianos, niños, mujeres embarazadas.

El salvajismo militar llegó a su punto máximo en la zona ixil, en los municipios de Nebaj, Chajul y Cotzal. Según la Comisión de Esclarecimiento Histórico, entre el 70 y 90% de las comunidades ixiles fueron borradas a fuego. Es probable que fuera en esos meses, entre el 81 y el 82, que Juana, Nicolás y los demás sobrevivientes vieron a sus familiares morir por las balas de los soldados y patrulleros.  Los que no murieron, huyeron buscando refugio en las montañas. Sus casas y cultivos fueron quemados, condenándolos al hambre y el frío. Nicolás Bernal vio morir a su hija de hambre. Juan Pérez enterró a su mujer, muerta de agotamiento y enfermedad en la huida. Teresa Raymundo no vio morir a sus hijos, pero aún recuerda cómo clamaban por algo de alimento y ella sin poder hacer nada.

 Cuando Efraín Ríos Montt se hizo con el poder, tras el golpe de Estado de marzo de 1982, el castigo contra la población ixil se mantuvo. Desplazamiento de poblaciones, masacres, robo de niños, sometimiento a condiciones de vida degradantes: todos los actos que definen un genocidio se cometieron masivamente en el triángulo ixil.

Pero a los pocos meses, con la guerrilla vencida moral y militarmente, el Ejército cambió de estrategia. El primero de junio, Ríos Montt decretó una amnistía para los guerrilleros y la población fugitiva. Las masacres se hicieron esporádicas en el Ixil.  Los soldados y los patrulleros ya no salían tanto a matar, sino a capturar a los que huían para llevarlos a los destacamentos militares y a las aldeas bajo control militar, las aldeas modelo. Con altavoces y con volantes, desde avionetas y helicópteros intentaban convencer a la población de que podía rendirse sin miedo.

Poco a poco, las montañas se vaciaron y las aldeas modelo crecieron. Juan Pérez, un testigo del juicio de 71 años, nos contó su angustia cuando decidió entregarse a los soldados. Recordó a su padre, asesinado por esos mismos soldados. Recordó a su mujer, muerta de enfermedad en la montaña. Y se decidió. “Pensé yo que era mejor entregarnos a los ejércitos. Si nos matan , mejor todavía. Pero si uno a uno vamos quedando muertos en la montaña…”. Hoy, dice, tiene una enfermedad en el corazón por haberse despedido de su esposa, colocando su cuerpo en una fosa con una tabla abajo y otra encima.

En las aldeas modelo toda la vida cotidiana estaba bajo supervisión del Ejército. La población pasaba por un adoctrinamiento constante. Cuando había obras de infraestructura qué llevar a cabo, principalmente abrir carreteras entre Nebaj y las aldeas modelo, los jefes militares obligaban  a trabajar sin paga, o a cambio de alimentos. Se amenazaba a los recién llegados con matarlos si intentaban escapar de la aldea modelo. También se les proveía de asistencia humanitaria, atención médica o alimentos .

Juan Pérez admite, sin dar detalles, que tuvo que patrullar con el Ejército. De hecho, todos los hombres de 15 a 60 años de las aldeas modelo debían integrarse a las Patrullas de Autodefensa Civil. Con esto, tuvieron que ayudar al Ejército a controlar a la población, y, en ocasiones, a cometer atrocidades que los convirtieron en cómplices del poder militar. Según el Remhi, 900 mil campesinos del altiplano fueron integrados a las patrullas de autodefensa civil.

Los libros de la antropóloga Beatriz Manz muestran que las condiciones de vida no eran buenas en las aldeas modelo. Pero para los fugitivos que habían pasado meses en la montaña, comiendo bejucos, sufriendo del frío de la noche, viendo a sus hijos morir, su captura por el Ejército resultó ser un alivio.

Nicolás Maquiavelo explica en El Príncipe, qué hacer cuando una región es presa de desórdenes. Su recomendación es ser despiadado por un tiempo limitado. El ejemplo a seguir es el duque César Borgia, hijo del Papa Alejandro VI. Al apoderarse de Romaña, el duque se encontró con una región presa de disturbios y violencia. Por eso envió a Ramiro d’Orco, un español cruel y expeditivo, que, multiplicando torturas y ejecuciones, no tardó en apaciguar la región. Una vez devuelta la calma, Borgia cambió de estrategia. Le dio a la región un gobierno ecuánime. Explicó que el culpable de las atrocidades era el propio Ramiro d’Orco y mandó a descuartizarlo en la plaza pública y poner su barbada cabeza en una pica. De esta forma, César Borgia consiguió limpiar su nombre y contentar a las víctimas de la represión.  La memoria del pueblo es corta, explica Maquiavelo, y, con los años, Romaña se convirtió en la provincia más leal y entregada al duque, incluso cuando la fortuna les dio la espalda a los Borgias.

Inmediatamente después de ponerle fin a la política de tierra arrasada, Ríos Montt trajo programas de asistencia social. La reeducación ideológica, los patrullajes obligatorios, la entrada masiva de iglesias pentecostales, la promoción del nacionalismo, cambiaron la región: la guerrilla perdió todos sus apoyos civiles y tuvo que refugiarse en las selvas del Ixcán, tratando de no hacer contacto con el Ejército.  

Muchos nebajenses, incluso los que sufrieron en carne propia la ofensiva militar del 81 y 82, ven en Efraín Ríos Montt, no un verdugo, sino un salvador. Prueba de ello, en todas las elecciones en que se presentó, después de la firma de la paz, el general obtuvo victorias claras en la zona ixil. En 1999, cuando se presentó como candidato a diputado, dos de cada tres votantes de Nebaj votaron por él.

Listones blancos

Más de 30 años después de los hechos, frente al juzgado de Nebaj, 12 ancianos testigos cuentan, a puerta cerrada, los horrores de la guerra a un sistema judicial que podría echar por la borda por segunda vez sus declaraciones. “¿Es que no nos creen?”, preguntó un testigo a sus abogados, luego de que el juicio se suspendiera nuevamente. 

Afuera del juzgado, los expatrulleros y sus familias vienen a protestar, indignados de que se juzgue al general que les dio seguridad, comida y paz espiritual, al caudillo que, con tono paternal, les hablaba de esperanza los domingos por la radio, y les advertía del peligro comunista. En frente de ellos, separados por un cordón policial, están los que claman por justicia. Justicia para los que fueron asesinados frente a sus hijos, los que murieron de frio, hambre y miedo. Y no hay cosa más triste que el enfrentamiento de dos grupos de mujeres, todas vestidas con el hermoso traje ixil, que solo se distinguen por un listón blanco entregado por un exoficial del Ejército.

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