La escuela a donde yo fui tenía características muy especiales. Entre otras, el 95 % de la población estudiantil era q’eqchi’. El resto éramos mestizos. También llevábamos un tipo de educación muy especial. Durante la mañana (de 7:30 a 13:00) cursábamos la malla curricular que correspondía a la enseñanza y el aprendizaje de la lectoescritura, las matemáticas, la geografía, la historia y otros cursos necesarios para —al término de seis años— tener acceso al ciclo básico. Y de las 14:00 a las 17:30 íbamos a Talleres. Se trataba de otro tipo de enseñanza que nos permitía formarnos como sastres, zapateros, carpinteros o fontaneros/plomeros.
Mi padre, considerando que yo podría llegar a la universidad, logró que me aceptaran en dos talleres (lo cual era inusual). Así, de primer a tercer grado de primaria asistí a sastrería y de cuarto a sexto acudí al taller de carpintería. A decir verdad, no me arrepiento. Aún tengo conocimientos no tan elementales de sastrería, carpintería y ebanistería, si bien no obtuve el diploma artesano.
De mucho beneficio fue para mí el hecho de haber sido aceptado en el mundo q’eqchi’. Mis compañeros me acogieron, me consintieron, me enseñaron a nadar en río, a guayabear, a subirme a los árboles y a correr libremente por los potreros circundantes de la escuela. Y, por descontado, aprendí a hablar el idioma.
Conforme pasaban los años noté que la deserción escolar era muy alta. Por supuesto, yo no sabía que esas ausencias temporales o definitivas se llamaban deserción. Así, un día de tantos, uno de mis mejores amigos se despidió. Me indicó que ya no seguiría estudiando y que no volveríamos a vernos. Estábamos en el tercer grado y ambos teníamos nueve años de edad. Cuando le pregunté la razón, sus ojos se llenaron de lágrimas y me dijo: «Me voy por mis deditos». Abrió las manos, expuso sus palmas al sol y extendió los dedos. Luego se volteó y se fue corriendo.
Nadie me quiso explicar qué habían significado aquellas palabras. Mis compañeros de juego guardaron silencio, y no fue sino hasta muchos años después cuando supe de qué se había tratado tan extraña despedida.
[frasepzp1]
Ya en el ejercicio de la medicina, me encontré con un antiguo compañero que lideraba —en nuestra escuela primaria— el grupo que conformábamos los alumnos de carpintería. El encuentro fue en el hospital regional de Cobán, él en condición de paciente y yo como su médico tratante. Nos abrazamos y rememoramos aquellas épocas que hasta entonces para mí eran idílicas. Y se me ocurrió preguntarle acerca de la explicación que me dio el compañero, que, ciertamente, no volví a ver. Le recordé que me había dicho: «Me voy por mis deditos». El compañero rio con un dejo de amargura, me pasó un brazo sobre mis hombros y me aclaró: «Ahora ya te lo puedo decir sin que te afecte. Mira: nuestras familias eran cortadoras de café. Íbamos a las fincas, pero a los niños nos apreciaban más que a los adultos porque, debido al tamaño de nuestros dedos y a lo delicado de nuestros movimientos, no lastimábamos el lugarcito de donde desprendíamos el fruto del cafeto. Así, un nuevo fruto tardaría menos tiempo en salir que otro donde se hubiera lastimado el nidito».
Ese día fue a mí a quien se le llenaron los ojos de lágrimas. Mi amigo carpintero se dio cuenta y me abrazó. Tampoco nos volvimos a ver porque poco tiempo después él pasó a otro plano de vida a causa de una enfermedad terminal.
No fue sino hasta este año, 2020, cuando un dilecto profesional de las ciencias agronómicas me explicó que ese nidito al que se refería mi amigo era y es el peciolo. Comprendí entonces otra dinámica perversa relacionada con el corte de café. Y también entendí la razón por la que mi padre me situó en aquella escuela. Indudablemente, él no quiso que yo creciera descontextualizado de la realidad nacional.
Así los recuerdos, en medio de la batahola que hay a causa de un documental que denuncia (en el Reino Unido) el trabajo infantil en algunas fincas cafetaleras de Guatemala (y que el gobierno presidido por Alejandro Giammattei rechaza), el adiós de mi amigo explicándome «me voy por mis deditos» no ha dejado de resonar en mi mente.
De verdad no entiendo cómo hay gente que puede dormir con tranquilidad. Ni la Cuaresma les cala la conciencia.
Más de este autor