Toma de Posesión
Toma de Posesión
Simone Dalmasso
Una abeja melipona se posa encima de una flor en el jardín de Guillermo Delgado, en María Auxiliadora, aldea de San Pedro Carchá, Alta Verapaz. Simone Dalmasso

Las abejas nativas y el rescate de los ecosistemas ancestrales

El camino entre María Auxiliadora y Cobán es una odisea de 30 kilómetros de subidas y bajadas en terracería por los paisajes amplios de montañas verdes alfombradas de café, pinos y cardamomo del municipio de San Pedro Carchá.
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Las abejas nativas y el rescate de los ecosistemas ancestrales

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En Alta Verapaz hay 22 especies de abejas meliponas diferentes. La enorme diversidad es un tesoro para la región y para familias como las de Guillermo Delgado. Sin embargo, conservarlas es cada vez más complicado. Para los pobladores las abejas son también semillas.

Detrás del predio de repuestos oxidados, motores y herramientas que da a la calle de terracería, unas gradas bajan a un paraíso escondido en medio del bosque tropical. Las flores, orquídeas, plantas verdes y diferentes árboles frutales abundan. Entre la diversidad de olores se destacan los pequeños techos de lámina, algunos de plástico, otros de nailon, colocados sobre las paredes de madera para brindar sombra del sol y refugio de las lluvias.  

Conviven en una pequeña comunidad de gran diversidad, las ‘casas de abejas’, o colmenas tecnificadas, con las casas de madera y techo de lámina de las familias de la aldea María Auxiliadora en Cobán, Alta Verapaz.

Solo en esta parcela existen por lo menos siete especies diferentes, dice Guillermo Delgado con felicidad. Cada colmena alberga cientos de abejas, entre trabajadoras, zánganos, una reina y sus crías. Algunas son negras, otras amarillas o rayadas con marron. 

Son meliponas, abejas nativas del continente americano. En contraste con la apis mellifera, que fue introducida por los europeos y también produce miel, las abejas meliponas son nativas, no tienen aguijón y su cuerpo es mucho más pequeño. Tanto que casi pasan desapercibidas mientras oscilan curiosamente alrededor de cualquier ser que se acerque a su colmena.

«Bienvenido a la colonia de las doncellas, dulzura de la naturaleza», se lee en un rótulo de cartón hecho a mano y colgado desde un arco de bambú. 

Durante los últimos 25 años, el jardín de Guillermo e Ingrid Delgado se ha convertido en un santuario de meliponas en la aldea. Tiene más de 30 colmenas en cajas semitecnificadas, además de las colmenas naturales que Guillermo ha ido descubriendo por casualidad. Una en un tronco vacío de un árbol detrás de su casa, otra en un agujero en la tierra en un rincón apartado del jardín. 

El señor q’eqchi’ las enseña con orgullo. Que las abejas solitas comiencen a crear nuevas colmenas es una señal positiva de que su santuario funciona.

«Se están perdiendo. Muchas están en peligro de extinción, como le dicen ahora. Nos estamos llenando de mucha gente y se están talando los árboles. Ya casi solo gente hay, entonces los animales se retiran», lamenta.

Aliadas en el combate de la inseguridad alimentaria

Existen más de 20,000 especies de abejas a nivel global y son fundamentales para los ecosistemas y la producción de alimentos. Sin abejas, no hay flores. Sin flores, no hay abejas. Y sin abejas, muchos de los alimentos de consumo humano desaparecerían.

«El papel primordial de las abejas es la polinización. Las abejas se alimentan solo de polen. Lo recolectan para alimentar a sus larvas, lo mezclan con néctar y hacen bolitas de polen. Ahí surge esa relación que hay entre plantas y abejas. No podemos separarlas», enfatiza Eunice Enriquez, doctora en Ecología de la polinización del Centro de estudios conservacionistas de la Universidad de San Carlos.

No solo las abejas son polinizadores, también los colibríes, los murciélagos y las mariposas cumplen esa función. Más del 75 % de los tipos de cultivos de alimentos a nivel global dependen de la polinización de animales, según la FAO. Estos incluyen las frutas, los vegetales, el café, las nueces. Alrededor de 87 % de las plantas con flor dependen de polinizadores para reproducirse. Las abejas son de las polinizadoras más importantes por su cantidad y eficiencia. 

Pero durante años, organizaciones globales, como la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), han alertado sobre el declive de la población de abejas a nivel global, tanto en diversidad como en cantidad. Pese a su importancia, existen pocos datos y estudios que documenten la desaparición de las abejas y sus causas. 

Un estudio de Eduardo Zattara y Marcelo Aizen publicado en 2021 en la revista Open Earth, comparó los datos públicos de diferentes colecciones de especímenes desde 1950. Las conclusiones sugieren una reducción de especies de 25 % entre los años 2006 y 2015, en comparación con los datos disponibles antes de 1990. 

Los monstruos que más amenazan estos pequeños insectos son la agricultura industrial, la pérdida de ecosistemas diversos, la contaminación, el uso extenso de agroquímicos y pesticidas y el cambio climático.

Las abejas buscan alimentos en las flores y en el proceso mueven polen de una flor a otra. Es un servicio ecosistémico gratuito que beneficia enormemente al ser humano. Algunas plantas, como el café, tienen flores hermafroditas y la ventaja de que se pueden autopolinizar. Pero con abejas presentes la producción mejora hasta 40 %, explica Enriquez.  

«El polen son los gametos masculinos de las plantas que llegan al estigma de otra flor. Dependiendo del tamaño de la abeja, el polen recorre metros o kilómetros. Eso evita la endogamia y permite a las plantas tener una mayor diversidad genética. Así van a tener más frutos y de mejor calidad, y podrán adaptarse a los cambios, por ejemplo el cambio climático».

El aumento de la inseguridad alimentaria por las sequías o pérdidas de cultivos por el cambio en los patrones de lluvia, ya es uno de los impactos de los cambios climáticos registrados durante las últimas décadas. Según el Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático (IPCC), el incremento de la temperatura global que causa la crisis climática continuará y podría empujar a millones más de las personas más vulnerables hacia el abismo.

Los futuros escenarios de incremento de la temperatura global, presentados en la primera parte del sexto informe del IPCC van desde malos hasta aterradores. Si se implementan medidas inmediatas para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero, se podría limitar el aumento de temperatura a 1.5 grados. El panel calcula, sin embargo, que existe un 50 % de probabilidad de que el mundo alcanzará los 1.5 grados antes del 2040. Sin tomar medidas, la temperatura promedio global no solo cruzará este límite mucho antes sino que podría alcanzar un aumento de 4 grados previo al 2100. 

En el Corredor Seco de Guatemala, más de 3.5 millones de personas viven en inseguridad alimentaria severa o moderada, según Oxfam Intermón. La mayoría son agricultores de subsistencia. 

De igual forma amenazan las alteraciones de la variabilidad climática y los eventos climáticos extremos las fuentes alimenticias de las abejas, como el desarrollo de néctar en las flores, los recursos de agua y sus hábitats. Además, la alteración de la temporalidad de épocas frías y cálidas, secas y de lluvia, provoca cambios en algunas floraciones de las plantas que son importantes para ciertas especies de abejas. Algunas ya no florecen, otras florecen muy tarde o muy temprano, sin que estos insectos tengan posibilidad de adaptarse.

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«Se ha reportado una asincronía entre la producción de néctar y las abejas. En el conocimiento tradicional la gente sabía, por ejemplo, cuándo iba a ser la floración de cuje y cuándo sacar miel de cuje. Ahora con el cambio climático ya no se sabe. A veces se adelanta o se atrasa. Y otra cosa es que por la falta de agua, las plantas no están produciendo suficiente néctar para las abejas. Eso se ve en la apis melífera, una baja producción de miel debido a que los lugares se van volviendo más desérticos”, explica Enriquez.

Es una amenaza doble a la seguridad alimentaria causada por el calentamiento global y que mutuamente se refuerzan entre sí. 

Todos los impactos que debilitan la población de abejas, afectarán la producción de alimentos de la población y es imposible pensar en proteger a las familias del hambre y la desnutrición, sin acciones dirigidas a la protección de los polinizadores. 

María Auxiliadora

El camino entre María Auxiliadora y Cobán es una odisea de 30 kilómetros de subidas y bajadas en terracería por los paisajes amplios de montañas verdes alfombradas de café, pinos y cardamomo del municipio de San Pedro Carchá. 

La ruta atraviesa por la aldea Chimoté, dos niños pequeños caminan en la orilla de la calle de tierra con sus mochilas de la escuela y ropa de adultos. Es difícil creerlo, pero hace menos de dos años toda la aldea estuvo bajo agua. Con las tormentas Eta e Iota, en 2020 el valle se llenó de lluvia, tanta que incluso la meseta donde pasa la carretera se inundó. Las familias que toda la vida habían vivido en el valle perdieron todo. Sus casas, sus pertenencias, sus cultivos, por un evento climático extremo, a todas luces, causado por el cambio climático global. En las faldas de las montañas aún se ve desnuda la parte más baja donde los árboles del bosque, hábitat típico para los polinizadores, terminaron de ahogarse.

María Auxiliadora se ubica en el altiplano. Aparte de quedar incomunicada cuando el camino se inundó, el impacto en la aldea fue relativamente poco, tanto para las personas como para las abejas, pese a los fuertes vientos. 

«Algunas colmenas quedaron tiradas y se mojaron, pero se recuperaron», explica entre dientes Kevin Delgado, sobrino de Guillermo. Hace cinco años adoptó la pasión de su tío y con sus 21 años es uno de los meliponicultores más jóvenes en la aldea. 

Hace pocos meses se graduó de maestro pero aún no encuentra empleo. Es un problema común en las aldeas, dice Guillermo. Asegura que no se ha visto el éxodo masivo hacia Estados Unidos como en otros lugares y que solamente cuatro personas, de las 89 familias que viven en la aldea, se fueron al norte. Lo que sí existe, son migrantes de ‘medio tiempo ’. Unos 25 hombres de María Auxiliadora que trabajan como agentes de seguridad en la Ciudad de Guatemala y visitan su hogar y sus familias cada tres semanas. 

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«En esas aldeas de aquí, solo ese trabajo les da. Más que todo los que no tienen terreno trabajan así», afirma Guillermo. 

Saluda a las y los vecinos de la aldea mientras entusiasmado entra a sus parcelas para enseñar las colmenas de meliponas que cada vez son más. 

Una de las familias en la aldea cría apis mellifera, la abeja con aguijón. Contrario a las casitas de las meliponas, sus colmenas son más grandes y adrede ubicadas en un lugar con difícil acceso, retiradas de las viviendas. Aún a distancia su zumbido es notable.

«Un tiempo también trabajé con las aguijonas. Estaban lejos de las cosechas y no molestaban. Es más bonito, dan más miel, son más grandes y no se enferman. Pero hay que tener un lugar grande donde solo ellas van a estar, porque si no te pican», asegura.

Las meliponas son más difíciles, explica Guillermo. Son difíciles de encontrar porque  cada vez hay menos árboles grandes que son sus hábitats naturales y luego cuesta que se asienten en las colmenas. Por su tamaño son más propensas a sufrir de plagas. 

Aún así, o tal vez justo por eso, Guillermo se ha vuelto un guardián y coleccionista apasionado. En el jardín tiene siete especies diferentes y espera encontrar más.

«Aunque las chiquillas no dan mucha miel, son bonitas y ya casi no existen. Me faltan como tres o cuatro clases de esas abejitas. Para traer los diferentes sabores. Me gusta coleccionar». 

El Congo Canche es una de las meliponas que Guillermo aún no ha logrado domesticar, contrario a la aldea Inupal a tan solo 13 kilómetros de distancia, donde sí lo han conseguido.

«Por el clima, o por la clase de flor. O no sé. Ahí están, trabajan todo el tiempo, pero ni una gota de miel dan», dice el meliponicultor con una sonrisa. 

En la caminata por la aldea le acompaña Marta Julia Cú Má de la oenegé Adici Wakliiqo, que trabaja un proyecto de preservación de las abejas nativas en María Auxiliadora, Inupal y otras 12 comunidades q’eqchi’, a través de la documentación e intercambio de los conocimientos locales y la facilitación de recursos técnicos para la meliponicultura. 

Marta Julia también es maya q’eqchi y estudia ingeniería agrónoma en la universidad. 

«No se ha adaptado, pero hay que experimentar qué es lo que está pasando y hacer un intercambio con otra aldea», responde a Guillermo sobre el Congo Canche. 

En la aldea Inupal, que ha formado parte del proyecto más tiempo, el Congo Canche sí da miel. Marta Julia resalta que eso es justamente parte del objetivo del proyecto de Adici, realizar estos intercambios de conocimientos que pueden fortalecer las prácticas. De la misma manera que las abejas fortalecen los ecosistemas por el intercambio diverso de polen.

Rescatar los paisajes culturales

Si Marta Julia Cú Má se lastimaba de niña en la aldea Gancho Caoba I, en el municipio de Cobán, su madre le curaba sus heridas con miel. Cuando se enfermaba de gripe, le hacía té con hojas de eucalipto y miel, o le daba propóleo para aliviar la tos. Siempre con la miel de las abejas meliponas que su padre criaba en las colmenas alrededor de su casa.

A los años, su madre comenzó a sufrir cataratas en los ojos. Acudió a un oftalmólogo, a medicamentos y a lentes. Pero hasta la fecha asegura que las gotas de la misma miel fueron el remedio que más le ayudó y la única medicina que utiliza. Con el tiempo, la señora q’eqchi’ descubrió que la miel no solo puede curar algunas enfermedades en las personas, sino también en los animales domésticos, cuando una de sus gallinas tuvo una infección de  ojos y la curó con las mismas gotas que ella usaba. Otras personas en la aldea comenzaron a comprarle miel para curar a sus gallinas también.

«Esa fue la creatividad de mi mamá, así comenzó a comercializar su miel. Pero el uso de los productos de las abejas es una práctica ancestral que hoy en día se está perdiendo», lamenta Marta Julia, de 28 años.

El aprovechamiento de los productos de la abeja nativa, la miel, la cera, el polen y el propóleo, para consumo, para fines medicinales y comerciales, para cosas prácticas como cera para candelas e incluso para fines espirituales, es parte de una tradición cultural y ancestral que tiene más de 2,000 años en Guatemala y el resto de Mesoamérica. Existen evidencias arqueológicas de la convivencia entre las abejas nativas y las comunidades prehispánicas, y el rol central de la meliponicultura en la cosmovisión maya. 

Un ejemplo es el códice trocortesiano, uno de cuatro documentos mayas prehispánicos. Escrito en jeroglíficos mayas y estructurado como un calendario, describe e indica los días más ventajosos para realizar diferentes actividades de importancia para la población, como rituales, la siembra y la cosecha. Dedica una sección entera a la descripción e instrucciones detalladas de la meliponicultura y sus ventajas para la variedad de las plantas, las colmenas y las abejas, específicamente de la especie beecheii. Las representaciones que trabajan con las abejas nativas en este documentos son diferentes deidades.

En el sitio arqueológico Nakum en Petén, un equipo investigador encontró un cilindro de barro, que posteriormente se determinó es una colmena que fue enterrada como una ofrenda. Se estima que data del período entre 100 aC a 250 dC por lo que podría ser el ejemplar más antiguo de toda Mesoamérica. 

Es importante recordar que las abejas nativas están aquí desde antes que el ser humano, enfatiza Eunice Enriquez. Durante todo este tiempo se han adaptado al lugar, igual que las especies de plantas nativas, como las calabazas, el frijol y el maíz, que luego fueron domesticadas por las personas. Son fundamentales para lo que Enriquez llama los paisajes culturales. 

«Es esa interacción entre cultura y la naturaleza de cada lugar que tiene una diversidad de flora y fauna específica. Esa mezcla es lo que ha moldeado el paisaje cultural», explica. 

Las abejas sin aguijón viven en todo el cincho tropical y subtropical del planeta, pero con mayor diversidad en el continente americano, donde se conocen más de 400 especies meliponas, 33 de ellas producen miel, cera y propóleos. 

Con 22 especies diferentes, Alta Verapaz pertenece a la región con mayor diversidad de meliponas en el país, especialmente por sus bosques cálidos. El pueblo q’eqchi’ tiene un amplio conocimiento tradicional del uso del ecosistema, agrega la experta, como de plantas y abejas que utilizan como lo hacían sus ancestros.

«Todo eso es algo que debemos preservar. Las abejas nativas están relacionadas con nuestra cultura. Es el rescate no solo de los ecosistemas, sino también de nuestra cultura».

Otra región de Guatemala donde las abejas nativas prosperan en el ecosistema, es en Oriente donde se encuentran 15 especies. 

La doctora enfatiza que la importancia de preservar la diversidad nativa, no compite con la necesidad de proteger también a la apis melífera contra los monocultivos y otras actividades agrícolas e industriales agresivas con el medioambiente.

Un oasis en medio de las amenazas 

En un rincón del jardín, cerca de un árbol de mandarina, Ingrid y Guillermo aún guardan un corcho, la colmena tradicional. Es un tronco de madera como las que se usaban antes en la meliponicultura. Era de un vecino meliponicultor que recientemente falleció. La actividad en la piquera es vibrante. Entran y salen constantemente las abejas obreras que recolectan polen, pero para preservarlo Guillermo ya no cosecha la miel.  

«A mi padre le gustaba recoger en los palos, los colocaba atrás de la casa. Así hacíamos antes. Las que tengo yo son nuevas», explica entre q’eqchi’ y español.

Guillermo, un hombre sonriente de 49 años, es mecánico autodidacta y con su taller mantiene sus ingresos económicos. Creció entre las abejas. Su madre criaba apis mellifera, abejas con aguijón, y su padre, agricultor, las abejas nativas. Hace 25 años comenzó a criar abejas, igual que sus padres. Cuando la cosecha es abundante, venden los productos en la aldea, pero su objetivo no es el negocio. 

La mayoría de las familias en la aldea sobreviven en parte de la agricultura de subsistencia y la crianza de animales domésticos.

«Si no hay abejitas, no da la cosecha. Todos lo sabemos y ni siquiera guardamos los animales. Ya casi no existen. La gente todo lo destruye. Hay veces que solo la miel quieren y las matan. Solo sacan la miel y dejan los animales tirados», explica con pena en su mirada.

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Por eso insiste en conservar la tradición de la meliponicultura en la aldea y comparte sus experiencias tanto con sus familiares como con las casas vecinas. 

Su padre finalmente abandonó la meliponicultura. El trabajo de preservar las abejas nativas es difícil en terrenos donde cada vez se acumulan más amenazas contra los animales polinizadores, como los monocultivos.

La mayoría de las especies de polinizadores dependen de una variedad de plantas florales y néctares para cumplir sus necesidades nutricionales. Para ellos, las vastas plantaciones uniformes son como un mar de agua salada para los sedientos. Aún así, cada año se ocupa más suelo para los monocultivos.

Guatemala es el país que produce más aceite de palma en América Latina. En 2020 produjo 411,000 toneladas de las cuales 80 % fueron exportadas. 

Para esa producción fueron necesarias 183,748 hectáreas de palma o lo equivalente a 1.69 % de la superficie total del país. En tan solo 17 años, la producción de aceite de palma creció 254 %. De ocupar 51.803 hectáreas en 2003, se extendió hasta 131,945 hectáreas en 2020, según el informe sobre usos del suelo presentado en 2021 por el Ministerio de Agricultura, Ganadería y Alimentación (Maga).

Para comparación, en 2020 hubo 187,109 hectáreas menos para la producción de granos básicos que en 2003.

Alta Verapaz, la región con mayor diversidad de abejas nativas, fue el segundo departamento del país donde la ocupación del suelo para la palma incrementó más, después de Petén y seguido por Suchitepequez.

También el hule, o caucho guatemalteco, que incrementó 131 % su extensión en el mismo período, de 60.684 hectáreas a 140.050 hectáreas, afecta a Alta Verapaz. que es el cuarto departamento con mayor crecimiento. En el resto del país, otros monocultivos reducen de forma masiva la diversidad natural, como el banano, el plátano y la caña de azúcar.

Al mismo tiempo, entre 2003 y 2020, Guatemala perdió a nivel nacional ​​769,248 hectáreas de bosque. El tipo de bosque que más se redujo fue el latifoliado, o el bosque tropical húmedo, que perdió 1,394,000150 hectáreas de superficie. 

No solo es el tipo bosque que constituye el hábitat preferido para muchas abejas nativas y otras polinizadores, sino Alta Verapaz es uno de los departamentos con mayor concentración de bosques tropicales húmedos y de nuevo está entre las cuatro localidades más afectadas por esa deforestación sistemática para abrir espacio para las agroindustrias. 

A nivel mundial se ha visto una reducción de 23 % en la productividad de la superficie terrestre debido a la degradación de la tierra, según la Plataforma Intergubernamental Científico-Normativa sobre Diversidad Biológica y Servicios de los Ecosistemas (Ipbes). En 2019 alertó sobre los riesgos que reducir, por ejemplo, bosques para intensificar la agricultura, puede causar la reducción de otros, en la Evaluación Mundial sobre la Diversidad Biológica y los Servicios de los Ecosistemas. Señaló que las potenciales pérdidas económicas si desaparecen los polinizadores, son de 235.000 millones a 577.000 millones de dólares. 

Oro líquido y orgánico

Con la punta de un cuchillo, Guillermo separa con delicadeza el techo de una de las casitas de madera rectangulares. Sus habitantes comienzan a salir para defender su colmena. Desde la piquera de la casita vecina, se reúne un grupo de abejas negras a vigilar lo que pasa en la vecindad. 

En cuestión de segundos una nube de las pequeñas abejas llena el aire. Son meliponas doncella. No pican, pero tienen mordidas que causan molestias muy leves y se enrollan en el cabello, la ropa, en la cara. Adentro, por un lado está la cámara con los panales, los discos horizontales de cera que contienen las celdas de las crías. Están resguardados bajo varias capas de involucro, ‘láminas’, que las protege. Al otro lado, están los cántaros de miel. Con poco esfuerzo separa el bloque de cántaros para moverlos a un balde mientras comienzan a gotear.

Repite el mismo procedimiento en otra colmena de meliponas beecheii. La casa se distingue. En vez de ser horizontal, es vertical y adentro tiene tres ‘pisos’. Al abrirla los cántaros de miel ya están separadas en el piso inferior. Guillermo está experimentando con diferentes construcciones para buscar encontrar métodos de cosecha que sean lo menos invasivos posible para cada especie. 

Lleva los dos baldes de una mezcla de cerumen, cera y miel a la casa.

Una estrella cortada en el gablete de madera ilumina naturalmente la casa de Ingrid y Guillermo. Los rayos cálidos pegan directo a la hamaca que cuelga sobre el piso de tierra en la sala y al bulto grande de mazorcas de maíz secas en la cocina. 

Ingrid y su hermana hablan entre sí en q’eqchi’ mientras preparan el almuerzo: pacayas recién cosechadas en el jardín, envueltas en huevo antes de freírlas. Ingrid es costurera. Trabaja desde la casa donde tiene una máquina eléctrica. 

La humedad de esta área boscosa alcanzó algunas de las fotos, lamenta Ingrid mientras observa el álbum que recopila los recuerdos desde que su hija era bebé hasta la foto más reciente, cuando fue seleccionada reina de su clase en el bachillerato. Sus ojos brillan al ver la imagen. Su hija, en el centro, viste un huipil y corte plegado, igual que Ingrid, con la corona y el listón con su título recién ganado. A su alrededor están sus compañeras de clase, ninguna en indumentaria maya.  

«Se fue a Cobán a estudiar mecánica, quiere ayudar a su papá con su empresa», explica Ingrid. Cuenta que la extraña, mientras se lava las manos para preparar la miel de la cosecha.

Con mano firme estruja los trozos de cera en los tres baldes, sin mezclarlos. Se asegura de sacar cada gota de miel de cada bloque. El color y textura de cada uno es diferente. A su lado están la y los sobrinos de Guillermo, esperando ansiosamente que Ingrid les de permiso para agarrar un pedazo de la cera. «Eso se puede masticar, es como chicle. Solo que no hay que tragarlo», advierte.

Segundos después salen corriendo, con las bocas llenas, las manitas pegajosas y sonrisas enormes.

Falta el último paso. Hay que filtrar la miel. En la superficie de cada una flotan las víctimas colaterales de la cosecha del día. «Pobrecitas», dice Guillermo. Son pocas, y es casi imposible evitar que se pierden algunas de las trabajadoras que intentan defender a su colmena durante la cosecha. 

Ingrid filtra las mieles con pedazos de tela limpios. El resultado son tres vasos, con diferentes cantidades, de miel dorada. Una apenas llena medio vaso.

«Le dicen la miel blanca. Es la más sabrosa. Esa no la vendo, es solo para nosotros», dice Guillermo mientras observa la miel a través del vaso transparente y ofrece un pan para probar el líquido dorado. 

El sabor es intenso. Floral, con toques dulces, ácidos y aromáticos, con cuerpo poco espeso. Es de la abeja beecheii, la que los mayas criaban desde antes de la invasión de los españoles. Pese a ser de las mejores productoras de miel, es delicada. Es muy sensible ante los cambios de la temperatura y muy selectiva con lo que consume. 

En María Auxiliadora casi no rinde, ni en el pequeño jardín de resistencia de Guillermo.

«No sabemos qué va a pasar en el tiempo que viene, si aquí ya no hay abejitas ya no vamos poder producir nada», concluye preocupado.

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