Llegó en un momento terriblemente difícil. Venía a sustituir a monseñor Juan José Gerardi Conedera, a quien en su momento le tocó aplicar las doctrinas del Concilio Vaticano II, recién terminado en 1965. Dichas doctrinas, ya traducidas al español y a las lenguas vernáculas, cayeron como agua de mayo en las áreas rurales y como bomba en las urbanas de las Verapaces.
El corto período de monseñor Gerardi al frente de esta diócesis (1967-1974) lo adjetivé con el lema de Benedicto XV de acuerdo con la profecía de san Malaquías: «Religio depopulata» (religión devastada). La supuesta high life de las áreas urbanas consideró que la doctrina social de la Iglesia era atentatoria contra su statu quo, y sus miembros migraron en estampida hacia grupos fundamentalistas. Dicho sea, no fueron bien recibidos porque hartamente se sabía que convicción no tenían. De esa cuenta, en breve tiempo pasaron a ser ni chicha ni limonada.
Ponerse al frente de la diócesis de Verapaz no era algo fácil. Su primera época estuvo presidida por personajes de la estatura de Pedro de Angulo (1560-1562), Pedro de la Peña (1563-1565), Tomás de Cárdenas (1565-1577), Antonio Hervías y Calderón (1577-1586) y Juan Fernández Rosillo (1592-1608). Destacan entre ellos fray Tomás de Cárdenas, posiblemente el mejor de todos, y Juan Fernández Rosillo, el peor de todos. Contar el porqué será motivo de otro artículo. Por hoy baste decir que los nombramientos de Angulo y de Cárdenas fueron a instancias de fray Bartolomé de las Casas para poder aplicar su doctrina de la evangelización por medio del amor.
Y así llegó 1977. La mañana del 17 de diciembre, guareciéndose del chipichipi bajo ese horrible quiosco que construyeron para afrontar la monumental catedral de Santo Domingo de Guzmán, sucedió la que, a guisa de broma de parte de un estudiante de medicina que aún respiraba los aires de la Huelga de Dolores, llamé la reunión de las tres G. Me refería a la sílaba ge, que coincidía en los nombres o apellidos de los prelados que participaron en ella: Emanuele Gerada, nuncio apostólico; Juan Gerardi, obispo saliente, y Gerardo Flores, obispo entrante.
Siendo que se vivía el lapso de la religio depopulata, a quienes presenciábamos el acto de cambio episcopal —excepción hecha de algunos miembros del clero y de dos autoridades estatales—, bien podría habérsenos tildado de tres pelagatos: un vendedor de manías, otro que ofrecía papalinas y yo.
Así empezó el fructífero episcopado de monseñor Gerardo Humberto Flores Reyes en Verapaz.
Durante la homilía del Viernes Santo de 1978 sentó sus directrices. Para entonces, nadie que no perteneciera a «un selecto grupo de la sociedad» podía participar en el acto de la crucifixión del Señor. Ese día, báculo en mano, al mejor estilo de Bartolomé de las Casas, gritó desde el presbiterio: «¡Bien hacen ustedes en venir a crucificar la imagen del Señor! ¡Nadie mejor que ustedes para hacerlo! ¿Saben por qué?». La respuesta llegó cuando los crucificadores ya se estaban acomodando como para una foto. Y les cayó como bomba: «¡Porque es lo que hacen cada día con sus acciones, con el menosprecio a los más humildes, con la explotación del hombre por el hombre…!».
Huelga decir que en la siguiente misa, la del Domingo de Resurrección, solo estábamos los tres pelagatos.
Su episcopado se distinguió por el reconocimiento de la dignidad de la persona humana y el establecimiento de una Iglesia autóctona, profética (de denuncia y anuncio) y en marcha, tónica que se mantiene hasta el día de hoy, aunque el contexto profético de la denuncia casi ha desaparecido.
Ni qué decir que las ventoleras desatadas no tardaron en llegar. A la diócesis y al mismísimo Vaticano. Pero, como reseño en mi novela Tohil, publicada en Venezuela en 2009 [1]: «La consistente fortaleza […] provenía sin duda de los primeros apóstoles». Y bajo la salvaguardia de Salmos 129, 2, donde reza: «Muchas veces me han perseguido desde mi juventud, pero no han prevalecido contra mí», la vida de la diócesis, ahora más fortificada, prosiguió.
[1] Guerrero P., Juan J. (2009). Tohil. Venezuela: Monte Ávila Editores.
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