Lo digo viéndolo desde la distancia pero hoy me convenzo de que cada una de sus acciones, de sus silencios, de sus jugadas para retrasar el asunto eran actos deliberados de alguien que sabe que va a ganar si tiene paciencia.
Me entero de estas cosas mientras disfruto de unos días de vacaciones en casa de mi madre. Después de todo, no puede uno dejar pasar el día de las madres sin visitarla. La visita suele conllevar comidas pantagruélicas, cantidades insospechadas de cerveza barata y un constante ir y venir de recordatorios sobre que “este puede ser el último” día de las madres que pasamos juntos. El mismo patrón se repite para otras fechas señaladas.
Llegué un viernes a media noche a Indianápolis. La primera cosa de la que te das cuenta es de que Indiana es de esos lugares en los que la primavera dura lo justo. No es eterna, como en otros lugares en que la falta de rigor en el clima hace que las personas se vuelvan complacientes y se olviden de sus responsabilidades pero tampoco dura las diecinueve horas de clima agradable que hay en mi rincón del desierto.
Yo iba preparado para el calor del verano y más pronto que tarde me di cuenta que meter cuatro bermudas y ningún suéter en la mochila había sido un error.
Al llegar a casa de mi hermana, hacía cuatro o cinco grados y en esa densa niebla que se forma en la madrugada la humedad y el frío te erizan la piel para recordarte que ya no estás en ese lugar en el que es preciso beber dos galones de agua todos los días y untarte de petrolato los labios y las fosas nasales para que no se te vuelvan, primero, pasas y luego llagas sangrantes consumidas por la resequedad del ambiente.
En medio de esa niebla, a dos casas de distancia, pude ver dos bicicletas tiradas en la acera. Eran bicis de niños, una BMX y la otra aún con rueditas de aprendizaje. Estaban allí, dejadas por niños que crecen sin la más mínima preocupación, sin siquiera concebir en sus mentes infantiles que pueda haber gente empeñada en atentar contra su derecho-a-la-propiedad-privada.
Allí está la bicicleta, juntando sereno, recordándome que en mi rincón en el desierto no hay humedad ni de noche. Ese lugar es un remanso de paz comparado con la aldea del terror que abandoné hace más de dos años pero esta escena me trae a otra realidad, en la que hay lugares aún más seguros en el mundo.
Este pueblito de Indiana es de esos sitios donde la primavera estalla con toda la fuerza que la naturaleza puede mostrar, donde los granjeros hacen gigantescas ruedas de heno al final del verano y las hojas marrones del otoño dan paso a bosques cubiertos de hielo en invierno. Es un lugar donde, no importa la época del año, en muchísimas de las casas hay una pistola bajo la almohada y un rifle en el armario.
Y trato de recordar cuándo fue la última vez que yo dejé una bicicleta en la calle, sin preocuparme de qué pudiera pasarle durante la noche.
Supongo que habrá sido 1982 o 1983. Eran otros años y la delincuencia aún no se había enseñoreado del país. Eso y que además vivía en un condominio. Era un concepto novedoso. Tan novedoso que tenía que explicárselo a mis amigos de la escuela y recurría a una explicación que iba más o menos así:
-Un condominio es como una colonia, pero rodeada con una pared y tiene una cosa que se llama garita, que es como una casita en la entrada de la colonia donde vive un hombre que tiene una escopeta.
El hombre de la garita se llamaba Don Efraín, efectivamente tenía una escopeta recortada y era de Jutiapa. Además de cuidar la garita, era una mezcla de jardinero, juez de carreras de bicicletas y blanco de los insultos clasistas de los niños del lugar. Recuerdo que calentaba sus tortillas en una hornilla hecha con un ladrillo y una resistencia eléctrica.
Yo competía con una BMX roja. Era superchilera. Recuerdo que era italiana y tenía la gracia de que en lugar de radios metálicos como cualquier otra bici, tenía unos radios de plástico que la hacían parecer muy futurista. Creo que incluso el número 2,000 formaba parte del nombre. Entonces, el año dos mil evocaba el futuro posible. Un futuro sin peligros.
Era una época en que me daba más miedo que los comunistas me hicieran compartir mi bicicleta con un niño pobre que que pudiera venir a quitármela un niño pobre. Era una época de miedos existenciales, porque de los miedos reales se ocupaban don Efraín de Jutiapa y su escopeta.
Como dije, de los ladrones de bicicletas nos protegía con su escopeta Don Efraín, el de Jutiapa. Para los comunistas estaba el otro Don.
Ambos cumplieron su tarea con meticulosidad. Mientras viví allí, nunca me robaron la bicicleta y aquellos nunca me obligaron a compartir nada. Como muchos, nunca me cuestioné el costo que eso tenía. No fue sino hasta muchos años después que entendí que mantener segura mi BMX pudiera haber costado tanto a tanta gente. No compartir la bicicleta era algo que me funcionaba y eso era más que suficiente. Al final de cuentas, el costo lo terminan pagando otros, ¿no?
No sé que habrá pasado con el primero, Efraín. Desapareció un día, y lo reemplazó otro guardián menos memorable. Nadie dio explicaciones sobre el cambio. Después de todo él y su escopeta eran peón e instrumento en la maquinaria que hace que las cosas funcionen de la forma que funcionan. Al otro, recuerdo que también lo cambiaron cuando cumplía su cometido. Pero, visto lo visto, intuyo que no tendrá de qué quejarse.
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