En nuestra reflexión anterior explorábamos la contradicción de un sistema como el político guatemalteco, que tiene una apariencia democrática, pero que en realidad esconde una realidad de crisis endémica y de deslegitimación ciudadana. En las últimas semanas he podido estar en varios departamentos de la república y les he hecho a muchos ciudadanos la pregunta de si tienen la esperanza de que el proceso electoral traerá un cambio positivo para Guatemala. La respuesta ha sido unánime: no solo no se cree que el proceso electoral traerá algo bueno, sino que existe una gran preocupación por que el resultado sea que llegue un candidato o una candidata que empeore las cosas.
La pregunta, por lo tanto, sigue en el aire: ¿qué motiva a los ciudadanos a seguir votando? Los datos disponibles, por ejemplo, nos dicen que Sololá y Quiché, dos de los departamentos más pobres y excluidos del país, exhiben el récord de ser los de mayor afluencia electoral, con asistencia de más del 80 % de los electores inscritos en el padrón electoral. Una exploración más amplia probablemente demostraría que los lugares donde menos incidencia tiene la democracia son aquellos donde los ciudadanos más acuden a votar. ¿Qué motiva al ciudadano pobre, excluido y sin acceso a servicios por parte del Estado a tomarse la molestia de ir a votar? La hipótesis sigue siendo el clientelismo: el ofrecimiento de bienes, servicios o infraestructura a cambio del voto. Pero esta hipótesis no ha sido probada adecuadamente.
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Un segundo misterio es el elevado número de partidos políticos pese a que el sistema electoral guatemalteco es profundamente reductor de estos —tiene un umbral electoral elevado, así como barreras muy altas para la formación de nuevos partidos políticos—. La respuesta a esta pregunta está en el tipo de partidos que se construyeron en nuestro país: estructuras volátiles, centralizadas y profundamente autoritarias, ya que el que paga la factura del partido es el que adquiere mayores cuotas de poder dentro de este. Por eso la Ley Electoral les otorga poderes extraordinarios al comité ejecutivo nacional y, en especial, al secretario general del partido. Coloquialmente hablando, hay un chiste que reza que lo que se necesita para formar un partido político en Guatemala no es ni la ideología ni el plan de gobierno ni la estructura partidaria, sino solamente tres cosas: dinero, dinero, dinero.
El punto es que la democracia guatemalteca está enredada en una contradicción cíclica: aunque hay muchos esfuerzos de cambio, la falta de confianza ciudadana y la centralidad extrema que los partidos tienen respecto de sus figuras dirigentes paradójicamente favorecen una situación en la que, pese a que todo cambia, en realidad todo permanece igual. La falta de confianza ciudadana limita la participación en las estructuras partidarias, y las nuevas fórmulas partidarias terminan cayendo en un proceso paulatino de captura por parte, primero, de los financistas del partido y, luego, de los financistas de la campaña electoral. Al final, todos los esfuerzos chocan con esa realidad cíclica de ausencia de interlocutores válidos que promuevan espacios de concertación, de agregación de preferencias y de construcción de opciones políticas de mediano y largo plazo, lo que paradójicamente refuerza la despolitización del ciudadano y la percepción permanente que tienen los guatemaltecos de un sistema que solo produce malas noticias. Por eso se dice que, pese a que votamos, en realidad no elegimos.
El meollo del problema democrático guatemalteco, por lo tanto, es la ausencia de partidos reales que cumplan con las funciones de intermediación que les otorga la teoría política. Tremendo desafío, pues construir opciones partidarias no es tarea fácil. (Continuará).
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