Son casi dos años desde que la sociedad guatemalteca en la provincia y en las áreas urbanas, hastiada de la corrupción y de la impunidad, salió a las calles y tomó las plazas en renovado espíritu cívico. Muchos llamamos a esas jornadas cívicas la primavera del 2015 en alusión no solo a la denominada Primavera Árabe del 2011, cuyas manifestaciones políticas condujeron a la caída de varios regímenes dictatoriales en el mundo árabe, sino también en honor de la corta era democrática del país luego de la revolución de octubre de 1944.
En aquellos días, algunos escribimos que la movilización social era sumamente importante, pero que tenía que ser estratégica e ir más allá del grito unificador contra la corrupción y la injusticia. Estos esfuerzos tenían que estar encaminados a una expresión multisectorial sostenida que insistiera en desenraizar otros males sociales y políticos, entre ellos las desigualdades y los problemas estructurales que condenan a la sociedad a ser un país paria en el concierto de las naciones.
Y a menos de un mes de conmemorarse el segundo aniversario del comienzo del fin del gobierno del Partido Patriota, el estupor prevalece una semana después de los trágicos acontecimientos en que perdieron la vida 40 niñas calcinadas en el albergue de menores (mal llamado) Hogar Seguro Virgen de la Asunción. Creo que ni el más macabro relato de Charles Dickens, quien retrataba los contrastes sociales, la pobreza, los niños huérfanos y la hipocresía de la clase alta durante la era industrial en Inglaterra, tiene parangón con la situación de los menores en dicho albergue, a cargo de la Secretaria de Bienestar Social del Gobierno guatemalteco.
La diferencia es que estamos en el siglo XXI y que esta es todavía la hora en que Guatemala, país semifeudal y premoderno en tantos aspectos, se caracteriza por tener una de las más bajas inversiones en niños y jóvenes, de manera que margina a miles de ellos a la pobreza, al abandono y a su muerte en manos de pandillas, al cruzar la frontera o a raíz de políticas negligentes del Estado, como el caso que ahora nos horroriza.
De nuevo la conmoción ha sido general, y la gente ha salido a las calles y tomado la plaza en el centro capitalino para denunciar los constantes atropellos a las mujeres y a los niños y para exigir justicia y cuentas frente a la incapacidad de este gobierno y del Estado de asumir su función principal respecto al bien común. Ahora bien, ¿tendrán algún efecto estas manifestaciones? ¿Qué se puede esperar luego de esta hoguera?
Tanto Álvaro Velásquez (hoy diputado al Congreso) como Manuel Villacorta ofrecen algunas claves similares que recaen en el replanteamiento del papel rector del Estado y de los pactos políticos. El primer artículo (coincidentemente un día después de la barbarie) habla de las privatizaciones y del Estado sin moral pública. Después de revisar las políticas neoliberales que han caracterizado al país desde entrados los años 1980 sin mucho éxito, el autor concluye que la alternativa es 1) un Estado regulador que prevenga y evalúe periódicamente los resultados para el bienestar nacional, 2) un pacto de gobernabilidad, que implica metas de cortísimo plazo en una agenda mínima, y 3) un proyecto de nación con una democracia robusta. En el segundo artículo, unos días después, al tratar de explicar por qué una vez más se llega a este punto, Villacorta indica que una de las razones es que luego de una liberalización de fuerzas sociales en democracia se dejó de profundizar en un pacto político de las élites para articular políticas de Estado.
En mi opinión, la llegada de Jimmy Morales al poder es el fracaso mismo de las élites (como sucedió en Estados Unidos con el nuevo ocupante de la Casa Blanca). Por tanto, cualquier pacto que se quiera convocar tiene que ser mucho más abierto y diverso y no solo de las élites tradicionales, muchas de ellas anquilosadas en el sistema político prevaleciente. Sea como sea, a mí me parece que podría haber aquí una ruta para que los líderes políticos emergentes lleven la discusión más allá de las plazas y ofrezcan así un camino de redención a las víctimas del Estado criminal.
Más de este autor