Durante los años en los que fui niña estudiante, la educación cívica tenía como guion obedecer, militarizadamente, permanecer firmes, inmóviles, en silencio, separados por un brazo de distancia. Cantar el himno, largo, larguísimo, bajo el sereno de las mañanas quetzaltecas. Jurar ante la bandera, palabra tras palabra, tras palabra, sin fondo ni sentido, pero de memoria, todos los lunes, todas las semanas. Un equivalente al, por demás molesto y tantas veces conocido: a ver nene, dele un beso a la señora, dígale buenas tardes, es la patria, aunque usted no la conozca y no sepa por qué debe amarla y respetarla. No sea huraño, es de mala educación no hacerles caso a sus mayores, igual de mala es meterse en sus asuntos, hacer preguntas, no obedecer. Y crecimos en una relación forzada con una patria que nos siguió siendo ajena, hasta que fuera de la escuela nos empezaron a contar su historia, la verdadera (pobre señora), una historia como la de muchas otras señoras, conocidas por nuestros padres y no tan conocidas, historias llenas de maltrato, llenas de injusticias, y entonces recordamos que no hace muchos años, sin explicarnos nada, nos hacían sentarnos en sus rodillas, cantarle lo mismo todas las semanas, cada septiembre, tenerle respeto y deferencia. Es la misma, es la patria, y es hasta ese momento en que su imagen empieza a entrar de otra manera hasta el fondo de nuestros ojos. Y tomamos conciencia de que, aunque nos obligaron, nunca sentimos amor por ella, pero que, para entonces, no podemos evitar sentir rabia en contra de los que le han hecho daño durante tanto, tanto tiempo, mientras dicen que la aman. Llegamos a descubrir por nuestra cuenta que el amor no se enseña, no se impone, no se acata, que solo nos toca las entrañas lo que finalmente nos atraviesa. Pero eso lo aprendimos solos. La verdadera educación cívica, la verdadera cátedra de amor patrio, de lucha organizada y de servicio en favor de la comunidad compartida, como todas las grandes lecciones que no nos supieron enseñar en las aulas, la hemos recibido estos días en la calle. Una lección sin instructivos ni obligaciones, impartida, sin pretensiones, por miles de guatemaltecos, invisibles a los ojos de un Estado para el que todo lo que existe sobre la Interamericana hacia el occidente no pasa de ser solo parte del paisaje. Hablo de los 48 Cantones, de las diferentes autoridades ancestrales y de todos aquellos que acuden a su llamado. Un llamado en favor de los derechos colectivos, de defensa del territorio. Ellos, sin guardar distancia, sino en una unión que con los días solo va en aumento, le pusieron un alto a su cotidianidad y pusieron la plana para que, con ellos, se detuviera el país entero, porque saben que existen rumbos por los que hay que dejar de caminar. Su unidad, su solidaridad, su resistencia pacífica, espiritual y festiva hicieron eco activo en esa esencia que nos une y así la manifestación masiva, multiplicada, se llenó de baile, se llenó de arte, de convivencia, de voluntad inamovible. Ellos nos enseñaron que la fuerza radica en la organización colectiva para el bien de todos, de esa patria compartida que hay que cuidar y defender, como ellos han sabido hacerlo, luchando, desde siempre, desde la digna resistencia.
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